«Ahora es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga
-pensaba Pyotr Ivanovich-. Mi mujer se pondrá muy contenta. Ya no podrá decir
que no hago maldita la cosa por sus parientes.»
-Yo ya me figuraba que no se levantaría de la cama -dijo en voz
alta Pyotr Ivanovich-. ¡Lástima!
-Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que tenía?
-Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor
dicho, sí la diagnosticaron, pero cada uno de manera distinta. La última vez que
lo vi pensé que estaba mejor.
-¡Y yo, que no pasé a verlo desde las vacaciones! Aunque
siempre estuve por hacerlo.
-Y qué, ¿ha dejado algún capital?
-Por lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad
ínfima.
-Bueno, habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que
viven!
-O sea, lejos de usted. De usted todo está lejos.
-Ya ve que no me perdona que viva al otro lado del río -dijo
sonriendo Pyotr Ivanovich a Shebek. Y hablando de las grandes distancias entre
las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal.
Aparte de las conjeturas sobre los posibles traslados y
ascensos que podrían resultar del fallecimiento de Ivan Ilich, el sencillo hecho
de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como
siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el muerto es él; no soy
yo».
Cada uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto,
pero yo estoy vivo.» Los conocidos más íntimos, los amigos de Ivan Ilich, por
así decirlo, no podían menos de pensar también que ahora habría que cumplir con
el muy fastidioso deber, impuesto por el decoro, de asistir al funeral y hacer
una visita de pésame a la viuda.