El muerto yacía, como siempre yacen los muertos, de manera
especialmente grávida, con los miembros rígidos hundidos en los blandos cojines
del ataúd y con la cabeza sumida para siempre en la almohada. Al igual que suele
ocurrir con los muertos, abultaba su frente, amarilla como la cera y con rodales
calvos en las sienes hundidas, y sobresalía su nariz como si hiciera presión
sobre el labio superior. Había cambiado mucho y enflaquecido aún más desde la
última vez que Pyotr Ivanovích lo había visto; pero, como sucede con todos los
muertos, su rostro era más agraciado y, sobre todo, más expresivo de lo que
había sido en vida. La expresión de ese rostro quería decir que lo que hubo que
hacer quedaba hecho y bien hecho. Por añadidura, ese semblante expresaba un
reprothe y una advertencia para los vivos. A Pyotr Ivanovich esa advertencia le
parecía inoportuna o, por lo menos, inaplicable a él. Y como no se sentía a
gusto se santiguó de prisa una vez más, giró sobre los talones y se dirigió a la
puerta -demasiado a la ligera según él mismo reconocía, y de manera contraria al
decoro.
Schwartz, con los pies separados y las manos a la espalda, le
esperaba en la habitación de paso jugando con el sombrero de copa. Una simple
mirada a esa figura jocosa, pulcra y elegante bastó para refrescar a Pyotr
Ivanovích. Diose éste cuenta de que Schwartz estaba por encima de todo aquello y
no se rendía a ninguna influencia deprimente. Su mismo aspecto sugería que el
incidente del funeral de Ivan Ilich no podía ser motivo suficiente para juzgar
infringido el orden del día, o, dicho de otro modo, que nada podría impedirle
abrir y barajar un mazo de naipes esa noche, mientras un criado colocaba cuatro
nuevas bujías en la mesa; que, en realidad, no había por qué suponer que ese
incidente pudiera estorbar que pasaran la velada muy ricamente. Dijo esto en un
susurro a Pyotr Ivanovich cuando pasó junto a él, proponiéndole que se reuniesen
a jugar en casa de Fyodor Vasilyevich. Pero, por lo visto, Pyotr Ivanovich no
estaba destinado a jugar al vint esa noche. Praskovya Fyodorovna (mujer gorda y
corta de talla que, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, había seguido
ensanchándose de los hombros para abajo y tenía las cejas tan extrañamente
arqueadas como la señora que estaba junto al féretro), toda de luto, con un velo
de encaje en la cabeza, salió de su propio cuarto con otras señóras y,
acompañándolas a la habitación en que estaba el cadáver, dijo:
-El oficio comenzará en seguida. Entren, por favor.