Schwartz, haciendo una imprecisa reverencia, se detuvo, al
parecer sin aceptar ni rehusar tal invitación. Praskovya Fyodorovna, al
reconocer a Pyotr Ivanovich, suspiró, se acercó a él, le tomó una mano y
dijo:
-Sé que fue usted un verdadero amigo de Ivan Ilich... -y le
miró, esperando de él una respuesta apropiada a esas palabras.
Pyotr Ivanovich sabía que, por lo mismo que había sido
necesario santiguarse en la otra habitación, era aquí necesario estrechar esa
mano, suspirar y decir: «Créame...» Y así lo hizo. Y habiéndolo hecho tuvo la
sensación de que se había conseguido el propósito deseado: ambos se sintieron
conmovidos.
-Venga conmigo. Necesito hablarle antes de que empiece -dijo la
viuda-. Déme su brazo.
Pyotr Ivanovich le dio el brazo y se encaminaron a las
habitaciones interiores, pasando junto a Schwartz, que hizo un guíño pesaroso a
Pyotr Ivanovich. «Ahí se queda nuestro vint. No se ofenda si encontramos
a otro jugador. Quizá podamos ser cinco cuando usted se escape -decía su mirada
juguetona.
Pyotr Ivanovich suspiró aún más honda y tristemente y Praskovya
Fyodorovna, agradecida, le dio un apretón en el brazo. Cuando llegaron a la sala
tapizada de cretona color de rosa y alumbrada por una lámpara mortecina se
sentaron a la mesa: ella en un sofá y él en una otomana baja cuyos muelles se
resintieron convulsamente bajo su cuerpo. Praskovya Fyodorovna estuvo a punto de
advertirle que tomara otro asiento, pero juzgando que tal advertencia no
correspondía debidamente a su condición actual cambió de aviso. Al sentarse en
la otomana Pyotr Ivanovich recordó que Ivan Ilich había arreglado esa habitación
y le había consultado acerca de la cretona color de rosa con hojas verdes. Al ir
a sentarse en el sofá (la sala entera estaba repleta de muebles y chucherías) el
velo de encaje negro de la viuda quedó enganchado en el entallado de la mesa.
Pyotr Ivanovich se levantó para desengancharlo, y los muelles de la otomana,
liberados de su peso, se levantaron al par que él y le dieron un empellón. La
viuda, a su vez, empezó a desenganchar el velo y Pyotr Ivanovich volvió a
sentarse, comprimiendo de nuevo la indócil otomana. Pero la viuda no se había
desasido por completo y Pyotr volvió a levantarse, con lo que la otomana volvió
a sublevarse a incluso a emitir crujidos. Cuando acabó todo aquello la viuda
sacó un pañuelo de batista limpio y empezó a llorar. Pero el lance del velo y la
lucha con la otomana habían enfriado a Pyotr Ivanovich, quien permaneció sentado
con cara de vinagre. Esta situación embarazosa fue interrumpida por Sokolov, el
mayordomo de Ivan Ilich, quien vino con el aviso de que la parcela que en el
cementerio había escogido Praskovya Fyodorovna costaría doscientos rublos. Ella
cesó de llorar y mirando a Pyotr Ivanovich con ojos de víctima le hizo saber en
francés lo penoso que le resultaba todo aquello. Pyotr Ivanovich, con un ademán
tácito, confirmó que indudablemente no podía ser de otro modo.