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Paredes lisas, opalescentes, semitransparentes de una habitación. Desde lo alto de la cornisa se proyecta un rayo de luz celeste. A la izquierda, un ventanal, y, frente a él, una mesa de dibujo. Una radio, una pantalla, tres o cuatro libros. A la derecha, una cama de las empotrados en la pared; en ella, bajo una manta limpísima, el sucísimo Prisipkin. Ventiladores. Alrededor de Prisipkin, un rincón lleno de suciedades. Sobre la mesa, colillas y botellas volcadas. Una lámpara cubierta con un trozo de papel rosado. Prisipkin gime lastimeramente. Un médico mide con pasos nerviosos la habitación.

Profesor (entrando): ¿Cómo se siente el enfermo?

Médico: El enfermo... No lo sé, ¡pero yo no podría sentirme peor! ¡Si usted no establece un relevo cada media hora... terminará por contagiarnos a todos. ¡Cada vez que respira, siendo que se me aflojan las piernas! Ya eché a andar siete ventiladores, para dispersar el aliento.

Prisipkin: ¡Oh-oh-oh! (El Profesor se lanza hacia Prisipkin). ¡Profesor, oh, profesor! (El Profesor adelanta la nariz, y retrocede luego tambaleándose, presa de vértigo, echándose aire con las manos). Sáquenme esta borrachera... (El Profesor vierte un poco de cerveza en el fondo del vaso, y se lo da. Prisipkin se incorpora sobre los codos. Con aire de reproche). ¡Me resucitaron... y ahora se burlan! ¿Qué es eso para mí? ¡Como dar limosna a un elefante!...

Profesor: La sociedad confía en poder desarrollarte hasta cierto grado de dignidad humana.

Prisipkin: ¡Váyanse al diablo ustedes y su sociedad! Yo no les pedí que me resucitaran. ¡Vuelvan a congelarme otra vez! ¡Pronto!

Profesor: No comprendo, ¿a qué te refieres? Nuestra vida pertenece a la colectividad, y ni yo ni nadie puede hacer que esa vida...

Prisipkin: ¿Qué vida en ésta, si ni siquiera se puede colgar en la pared la foto de la chica que uno quiere? En ese maldito cristal se tuercen todos los clavos... Camarada Profesor, déjeme salir en paz de mi borrachera.

Profesor (llenándole el vaso): Lo único que le pido es que no respire para mi lado. (Aparece Zoia Berióskina con dos paquetes de libros. Los médicos le dicen algo cuchicheando; luego salen).

Zoia (se sienta al lado de Prisipkin, desempaqueta los libros): No sé si servirán éstos. De las cosas que hablaste no hay nada, y nadie supo informarme. De las rosas únicamente se habla en los manuales de jardinería, y los sueños sólo aparecen en medicina, en la parte de psiquiatría. Aquí tienes dos libros que te recordarán aquellos tiempos. Una traducción del inglés: Hoover...: "Cómo llegué a presidente".

Prisipkin (toma el libro y lo tira): No, esto no habla del corazón: necesito uno que me extrasíe..

Zoia: Aquí tienes el otro... de un tal Mussolini: "Cartas desde el destierro".

Prisipkin (lo toma y lo echa a un lado): No, esto no es para el alma. Déjenme en paz con sus groseras propagandas. Lo que necesito es algo que me haga cosquillas...

Zoia: Ni siquiera sé de qué estás hablando. Extasiar hacer cosquillas... Hacer cosquillas... extasiar...

Prisipkin: ¿Qué es esto? ¿Para qué luchamos y derramamos nuestra sangre si a mí, es decir, a un guía del proletariado, ni se me permite que me saque el gusto y baile una nueva danza en nuestra sociedad?

Zoia: Ya le enseñé sus movimientos al director del instituto Central de Cinética. Dice que vio algo semejante en viejas colecciones de postales de París, pero ahora, dice, no queda nadie a quien preguntarle al respecto. Vive todavía una pareja de ancianas... que lo recuerdan; pero no pueden hacer una demostración por razones reumáticas.

Prisipkin: Entonces, ¿para qué demonios me empeñé en aprender finos modales para la posteridad? Ya bastante trabajé antes de la revolución.

Zoia: Mañana te llevaré a ver la danza de diez mil obreros y obreras que bailarán en la plaza. Será un alegre ensayo del nuevo sistema de trabajos agrícolas.

Prisipkin: ¡Protesto, camaradas! Yo no me descongelé para que ahora me secaran. (Echa a un lado la manta, se pone en pie de un brinco, se apodera de una pila de libros y los desenvuelve; cuando está a punto de hacer trizas el papel, se fija en lo que hay impreso en él y corre para leerlo de una lámpara a otra). ¿Dónde? ¿Dónde encontraste esto?...

Zoia: Los distribuían a todos por las calles... Puede ser que me lo dieran en la biblioteca, junto con los libros.

Prisipkin: ¡Salvado! ¡Hurra! (Se lanza a la puerta, agitando el papel como una bandera)

Zoia (al quedar sola): Llegué a vivir cincuenta años más, pero lo mismo habría podido morir hace cincuenta años, para semejante canalla...

 

 

 
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