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El joven la miró dolorosamente.

-Si dejara de venir aquí -dijo -sería confesarme culpable sería perder toda probabilidad de justificarme a los ojos de usted.

Solange contuvo la respiración. Sus ojos chispearon.

-¿De modo que volverá a presentarse usted aquí, en París, y en el palacio Farnesio, en Roma?

Con una dulzura firme, Marco respondió: Sí, señora.

-¡Cobarde!..

El delgado rostro del Duque se puso lívido. Sus obscuros ojos se hicieron dos agujeros de sombra. Un temblor agitó su cuerpo bajo el efecto físico de esa palabra.

Señora piense que, ni por obedecer a usted, puedo hacer yo al Conde de Herquancy, a usted misma la ofensa de evitar la casa de ustedes.

-¿Y si lo echo yo de ella?

-Nadie lo sabrá señora.

-¿Y si lo digo?

-Se preguntarán por qué.

El joven posó sobre su interlocutora la negra intensidad de su mirada. Ninguna intención ofensiva podía leerse en ella. Sin embargo, el comentario con que esa mirada acentuaba la frase no dejaba duda alguna. La sutileza femenina no podía equivocarse al respecto. Esa mirada significaba: Cuando una mujer joven y bella aleja ruidosamente a un hombre joven y guapo, de quien no se puede pensar que no sea un hombre galante, es porque ha habido amor entre ellos. Y amor hasta mucho más allá de la declaración. ¿Qué gran dama segura de sí misma cerraría la puerta de su casa a un enamorado culpable solamente de haberlo dicho?»

Un vivo sonrojo que embelleció a Solange, atenuó mucho el desdén que las facciones de la Condesa querían expresar.

-En Roma -continuó Marco, -eso sería más peligroso aún que aquí. Que un Príncipe de Stabia no visitara a la embajadora de Francia sobre todo cuando la hermana de él es amiga de la casa es algo que daría lugar a las peores leyendas. No conoce usted el espíritu del mundo romano.

Solange trató de repetir la palabra: «¡Cobarde!..» Pero el insulto murió en sus labios. Este insulto, dicho por segunda vez, habría sido más desdoroso para ella que para él.

Sin embargo, el alma de la Condesa ardía de furor. Ni siquiera fue oído un criado que entró a anunciar el almuerzo.

La señora de Herquancy miraba entonces el retrato de su hija.

-¿Qué pensaba hacer de este dibujo? -preguntó.

-Ofrecerlo a usted respetuosamente, señora.

-No quiero nada de usted.

-Entonces, permítame que lo guarde.

-¿La imagen de mi hija?.. ¡Jamás!

-¿Qué destino le dará usted entonces? -preguntó el artista mirando con inquietud, esa obra nacida según se daba cuenta de una inspiración única y cuya igual no ejecutaría nunca más.

-Este -respondió Solange.

Tomó la hoja y la hizo pedazos.

 
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El calvario de una mujer (tomo II) de Daniel Lesueur   El calvario de una mujer (tomo II)
de Daniel Lesueur

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