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-Naturalmente. Lo que sabía al menos. Que era un guarda del señor Marqués de Alligné, en el castillo de la Louvette. El sargento no se sorprendió mucho. Parece que había recibido la filiación.

-Sí -murmuró Solange. -Mi padre se había decidido a dar cuenta a la policía de la desaparición del hombre.

Al oír esas palabras: «mi padre» Federico no hizo el menor, ademán, sea porque sabía a qué atenerse sobre la personalidad de la visita sea porque no quiso dar a entender que sorprendía alguna cosa.

Siguió a eso un silencio.

La señora de Herquancy fue la primera que lo rompió para decir.

-Pues bien, Adelina; ya no tiene que temer usted las violencias de ese desgraciado.

-¡Oh, sus violencias! -exclamó Federico con un poco de fanfarronería. -Yo les había puesto ya término.

Con un ademán, sin decir palabra Solange indicó la frente herida sobre la almohada.

En la cara del joven se pintó una expresión de estupor.

-¡Cómo! ¿Esa piedra lanzada?..

-¿Era él?

-Ya se lo contaré todo -se apresuró a decir Adelina con un ademán hacia su prometido.

Porque, discreta como era, temía abusar del tiempo y del interés de la Condesa. Y el soplo de furor que contrajo súbitamente las facciones de Federico anunciaba una explosión, que al hombre le costó gran trabajo contener.

En efecto, Solange se levantó para dejarlos.

A pesar de su simpatía por esos humildes, tranquila ya sobre la felicidad de ellos no deseaba sino encontrarse sola.

Sobre el camino seco de invierno, al volver a la estación, ni siquiera vio la campiña embargada como estaba por una visión de la que, no podía desprenderse.

Entre helechos, en una especie de precipicio, yacía con el cuerpo doblado sobre sí mismo, horriblemente triturado, indescriptible ya bajo un negro velo remolineante, el hombre que había tenido la audacia de poner sus viles manos sobre ella de sofocarla con una mordaza mientras degollaban al noble artista que era la vida de su vida y el corazón de su corazón, su Pedro, su amante.

¡Oh!.. en medio del silencio del bosque, durante varias noches, durante varios días, debajo de los helechos... ¡eso!..

-Uno castigado -murmuró Solange. -Uno castigado... Pero eran tres.

Cuando entró en su casa iban a anunciar ya el almuerzo.

-Está bien -dijo a su doncella. -Después cambiará de traje.

-¿Recuerda la señora Condesa que hay un invitado a almorzar?

-¿Quién? -preguntó extrañada.

-El señor Duque de Stabia.

Solange se estremeció.

-El segundo... -murmuró, entre los dientes apretados.

Y, como la doncella le mostrara una cara sorprendida continuó, sin poder reprimir por completo su odio sublevado:

 
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de Daniel Lesueur

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