-No importa; no me vestiré por el señor Stabia. Además, yo no lo he invitado. ¿Lo ha traído el Conde, entonces?
-El señor Conde ha pedido tal vez al señor Duque que se quede una vez terminado el retrato de la señorita.
Esta vez la señora de Herquancy, que va había dejado ver demasiada a una inferior, consiguió disimular lo que sentía.
Se realizaba pues, la fantasía de Bérangère, ese capricho de coquetuela que la madre, habla olvidado. La cosa se había organizado en ausencia de Solange, y a pesar de que ésta no había dado su consentimiento para ello. Marco había ido, aprovechando la bella claridad de esa mañana fría y seca. La niña estaba de muestra. El padre, sin duda había preparado la exposición.
-¿En qué pieza están haciendo ese retrato? -preguntó la señora de Herquancy.
-En la galería, señora Condesa.
Se designaba así a un salón alargado, en el primer piso del palacete, lleno de objetos de arte y ampliamente alumbrado por vastas aberturas. Solange fue allá.
Al entrar, y a pesar do los sentimientos que la animaban, no pudo dejar de impresionarse ante la belleza del cuadro que hirió su vista.
El Duque italiano y su pequeño modelo estaban sentados uno frente a otro, en plena luz, mientras la institutriz, a cierta distancia bordaba.
Marco trabajaba a tres lápices. Su leve caballete, que no se interponía dejaba aparecer a la vez el conjunto y el contraste de esos dos tipos encantadores: el joven florentino, de cortos rizos morenos, de rostro triste y apasionado como un arcángel de Vinci, y la rubia niña descendiente de una de las aristocracias más refinadas del mundo, con sus pálidos cabellos de seda, sus ojos azules llenos de inteligencia pensativa, la elegancia de su actitud infantil y una sensibilidad nerviosa extrema esparcida como un fluido sobre toda su personita.
La emoción tiñó de rosa sus mejillas delicadas cuando vio a la madre:
-¡Mamá!.. ¡Oh! estaba esperando oír el ruido del coche para enviar a la señorita a que te retuviera. Queríamos darte una sorpresa.
Marco se inclinaba sin decir palabra.
Al principio, a causa de su hija la Condesa simuló un vago interés.
Bérangère, abandonando la actitud, le tomó la mano, la llevó delante del croquis y le preguntó:
-¿Cómo me encuentras?
Una singular impresión conmovió a Solange. Tan maravillosamente reproducía ese bosquejo no obstante la falta de colores, sólo con sus líneas, el fulgor rubio de la criatura su carne de flor, sus ojos radiantes, tan pura era la expresión y tan sutiles y sencillos los medios empleados para retener todo el carácter de suavidad física y moral, y la distinción suprema de la deliciosa más que la Condesa cayó en un arrobamiento involuntario.