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-Puesto que deseas conocer la historia del asedio de Falshurgo, en 1814 -díjome un día el viejo judío señor Moisés, -te la voy a referir minuciosamente.

Yo habitaba a la sazón una casucha situada en la esquina del Mercado, donde había establecido mi tienda de hierros viejos en el abovedado portal; en el piso superior teníamos nuestra vivienda mi mujer Sara yo, y el pequeño Safel, que era el consuelo de mi vejez.

En cuanto a mis otros hijos, Itzig y Fromel, habían marchado a América y mi hija Zeffen estaba ya casada con Baruch, almacenista de curtidos en Saverne.

Además de la industria de que he hablado, traficaba con las ropas, zapatos y trajes usados de que se desprenden los reclutas cuando reciben su equipo militar. Las camisas inservibles, las vendía a los traperos ambulantes, quienes a su vez las revendían a los fabricantes de papel, y el resto se lo llevaban los aldeanos de las cercanías.

Este comercio, me producía saneadas ganancias, pues todas las semanas llegaban a Falsburgo millares de conscriptos. Una vez allí los conduelan a la Casa Consistorial, donde se les rapaba y entregaba el uniforme haciéndoles marchar enseguida a Maguncia, Estrasburgo y aun más lejos.

Esto duró largo tiempo, pero, al fin, llegó la campaña de Rusia y con ella el gran reclutamiento de 1813. Puedes imaginarte, Federico, si me apresuraría a poner al abrigo de las garras de los reclutadores a mis hijos Itzig y Fromel, que eran dos muchachos muy inteligentes. A los catorce años sus ideas políticas estaban ya formadas, y antes que, ir a batirse por el emperador, o, el rey de Prusia, se habrían puesto en salvo sin parar de correr hasta el fin del mundo.

Algunas noches, cuando nos reuníamos para cenar a la. luz de la lámpara de siete mecheros, solía exclamar su madre, llorando a lágrima viva:

-¡Pobres hijos míos!.. ¡pobres hijos míos! Cuando pienso en que se acerca el momento en que habrán de cargar con el fusil y marchar a la guerra donde: los pueden matar... ¡Oh, Dios mío, qué desgracia!.. ¡qué desgracia!

Los niños palidecían de terror, y yo no podía menos de sonreír, diciendo para mis adentros:

-¡No son tontos los chicos! Tienen apego a la vida y... ¡esto es bueno, a fe mía! Si hubiese tenido yo hijos capaces del querer ser soldados, me hubiera muerto de pena y me hubiera dicho: «Estas criaturas no llevan en sus venas ni una gota de mi sangre»

En tanto iban creciendo en fuerza, inteligencia y hermosura. Itzig contaba apenas quince años, y ya trabajaba por su cuenta comprando ganado en las aldeas vecinas y revendiéndolo después al carnicero Borrich, de Mittelbron, con regular ganancia. En cuanto a Fromel, no se quedaba atrás: nadie como él sabía dar salida al género que teníamos almacenado en nuestras barracas del Mercado.

Bien hubiera querido conservar a mi lado a los dos muchachos. Mi felicidad consistía únicamente en verlos jugar cuando volvían a casa con el pequeño Safel, vivo y travieso como una ardilla.

 
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