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-Mírelo usted, padre mío -dijo Zeffen, presentándome al niño envuelto en sus pañales.

Le tomé lleno de júbilo, y vi que era sano y rollizo.

-Baruch -exclamé, -éste es el retrato de mi padre, y se llamará Esdras, como él. ¡Que sea bien venido al mundo!

Luego quise contemplarle desnudo, a la luz de la lámpara de siete mecheros que alumbraba la estancia. Le despojé, temblando, de sus fajas y pañales; la criaturita no lloraba y, sin embargo, mi hija gritábame sin cesar, extendiendo hacia mí sus blancas manos:

-¡Cuidado, padre mío, cuidado!

Mi yerno, colocado detrás del mí, nos miraba, sin poder contener las lágrimas.

Acabé de desnudar al recién nacido: su cuerpecito estaba aún rojo y su cabecita se doblaba bajo el peso del gran sueño de los siglos. Lo levantó a la altura de mis ojos y al ver sus piernecitas redondas y formando rosquillas, sus piececitos encogidos, su ancho pecho y sus caderitas carnosas, hubiera yo querido bailar como David delante, del Arca y cantar como él:

«Aleluya.

Alabad, siervos del Jehová.

Alabad el nombre de Jehová.

Sea el nombre de Jehová bendito.

Desde ahora y para siempre.

Desde el nacimiento del sol hasta donde se pone,

Sea alabado el nombre de Jehová.

Alto sobre, todas las naciones es Jehová:

Sobre los cielos su gloria.

¿Quién como Jehová, nuestro Dios,

Que ha enaltecido su habitación,

Que se humilla a mirar

En el cielo y en la tierra?

El levanta del polvo al pobre,

Y al menesteroso alza del estiércol,

Para hacerlos sentar con los príncipes,

Con los príncipes de su pueblo.

El hace habitar en familia a la estéril,

Goza en ser madre de hijos.

Aleluya»

Sí, hubiera querido cantar este salmo, pero la emoción sólo me permitió decir:

-Es hermoso y está sano; vivirá muchos años. Será la bendición de nuestra estirpe, y la alegría de nuestra vejez.

Y los bendije a todos.

Lo devolví luego a su madre para que lo envolviera en los pañales, y tomé en mis brazos al otro pequeñuelo, que dormía en su cuna.

Permanecimos allí largo rato, contemplando arrobados a las dos criaturitas. En la calle oíanse el ruido ocasionado por el incesante, pasar de caballos los gritos de los soldados y el chirriar de los carros; en el interior de aquel aposento, por el contrario, todo era calma y felicidad; la madre amamantaba a su hijito.

 
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