-Mariscal -dijo Zimmer, -he aquí al hombre que necesitamos. Es uno, de mis antiguos camaradas de colegio, Samuel Moisés, un viejo zorro que recorre el país desde; hace treinta años y que conoce al dedillo todas las poblaciones de Alsacia y de: Lorena.
Él mariscal fijó en mí una escudriñadora mirada. Yo tenía mi gorro en la mano, dándole vueltas con aire estúpido. Después de examinarme dos segundos apenas, el mariscal tomó un papel que, le entregaba uno de sus secretarios, leyólo, rápidamente, y puso en él su firma..
-Veamos, mi valiente, amigo -exclamó luego, dirigiéndose a mí. -¿Que se dice por allí de la última campaña? ¿Que pensáis de nosotros en vuestras ciudades y aldeas?
Al oír que me apellidaba valiente amigo, cobré valor y respondí sin vacilar que aunque el tifus causaba entre nosotros muchos estragos, no nos amilanábamos por eso, porque sabíamos que el Emperador con su ejército, estaba cerca...
El mariscal me interrumpió bruscamente diciendo:
-¡Bueno!.. ¡bueno! ¿Vosotros estáis dispuestos a defenderos?
-Los alsacianos y loreneses -contesté, -se defenderán hasta la muerte: todos aman a su Emperador y se sacrificarán por él hasta el último hombre.
Inútil me parece advertirte que era la prudencia la que me dictaba estas palabras; pero el mariscal veía muy bien, juzgando por mi aspecto y mi edad, que yo no era amigo de la guerra y echóse a reír a carcajadas.
-¡Es cuanto necesito saber! -exclamó luego. -Comandante, está muy bien.
Los secretarios continuaban escribiendo. Zimmer me hizo seña de que le siguiera y salí con él de la habitación.
-¡Adiós, Moisés, buen viaje! -dijo cuando estuvimos fuera y me volvió la espalda.
Los centinelas me dejaron pasar, y continué mi camino temblando. A los pocos minutos me detenía ante la casa de Baruch, situada en el extremo de la calle donde estuvieron las caballerizas del cardenal. Era completamente de noche.
¡Qué felicidad, Federico, haber visto lo que llevo, referido y encontrarse de pronto, en la mansión donde reposan los seres queridos! ¡Cuán dulcemente late el corazón y cómo, mira uno con lástima toda esa fuerza y esa gloria de los hombres de guerra que hacen la desgracia de las naciones!
-No bien hube llamado, sentí los pasos de Guillermo, aunque era de presumir que ni Baruch ni Zeffen me esperasen, sobre todo a tales horas.
-¡Cómo! ¿Es usted, padre mío? -preguntó Baruch, mirando por la rejilla de la puerta.
-Yo soy, hijo -respondí: -vengo tarde ¿verdad?
-Usted llega siempre en buen hora..
Y franqueándome la entrada, guióme hasta el aposento de Zeffen. Mi hija habíame reconocido en la voz y antes de entrar ya me sonreía. Después de abrazarla busqué con la vista al recién nacido... Su madre lo tenía en los brazos, abrigado bajo la ropa de la cama.