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Los soldados que prestaban servicio en la puerta hacían retroceder a los curiosos, y yo estaba preocupado porque tenía que, pasar forzosamente por delante de la fonda puesto que Baruch vivía a pocos pasos de la misma.

No sin mucho trabajo conseguí abrir brecha entre aquella apiñada multitud, e iba a proseguir mi camino cuando oí que me gritaba un centinela:

-¡Atrás!

Casi al mismo tiempo, un oficial de húsares, un hombre pequeño y rechoncho, con grandes patillas rojas, salió rápidamente del portal, y viniendo, hacia mí exclamó:

--¡Hola! ¿Eres tú, Moisés? ¡Me alegro de verte!

Y me tendió la mano.

Bastante sorprendido, abrí tamaños ojos. Un oficial superior dando la mano a un hombre del pueblo no es cosa que se ve todos los días. Yo le miraba atónito, sin atreverme a despegar los labios.

Al fin reconocí en él al comandante Zimmer, un antiguo camarada que, treinta y cinco años antes, concurría conmigo a la escuela de Genaudet, y en cuya compañía recorriera cien veces los fosos y los glacis de la ciudad, haciendo mil diabluras propias de chicos.

Pero después, Zimmer había pasado veinte veces por FaIsburgo, sin acordarse-de su compañero Samuel Moisés.

-Y bien, ¿qué haces ahí embobado? -exclamó Zimmer, asiéndome de un brazo. -Ven conmigo, pues quiero presentarte al mariscal.

Hablando de este modo, y sin que yo osara pronunciar palabra me llevó hacía el portal, y desde allí hasta una vasta sala de la planta baja donde estaba preparada la cena del Estado Mayor, sobre dos largas mesas cargadas de luces y botellas.

Gran número de oficiales superiores: generales, coroneles, comandantes de húsares, de dragones y de cazadores, con sombreros plumados, cascos y chacós rojos, la barba sepultada en sus altos cuellos y arrastrando los sables, se paseaban meditabundos a lo largo de la estancia, o, reunidos en grupos, departían en voz baja esperando el momento de sentarse a la mesa.

Yo apenas me atrevía a dar un paso, pero Zimmer, que no me soltaba del brazo, arrastróme hasta el fondo del aposento, deteniéndose delante de una puertecilla baja y estrecha por la que salían ramalazos de luz.

Un instante después entramos en una habitación espaciosa y alta de techo, cuyas ventanas daban al jardín.

El mariscal estaba allí, en pie, con la cabeza descubierta vuelto, de espaldas, a nosotros y dando órdenes a tres o cuatro oficiales de Estado Mayor que, escribían cerca de él.

He aquí todo lo que pude observar, a causa de mi asombro.

El mariscal volvióse hacia nosotros al oír el ruido que, habíamos hecho al entrar.

Era un hombre, alto y robusto, con el pelo canoso y la fisonomía abierta y bonachona, cual la de un honrado campesino lorenés; rayaba ya en los cincuenta años, y parecía bastante fuerte para su edad.

 
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