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Afortunadamente, los fríos del invierno llegan pronto a Falsburgo. Soplaba un viento bastante fresco de la parte de Schnéeberg, y las grandes corrientes de aire de la montaña disipan siempre todas las enfermedades contagiosas, incluso el vómito negro.

Lo que voy refiriendo ocurría al efectuarse la retirada de Leipzig, en los primeros días de noviembre.

Cuando llegué a Saverne, la ciudad estaba ocupada por multitud de soldados de todas las armas, que corrían en tropel de una parte a otra, ofreciendo todas las señales de la más espantosa indisciplina.

Todavía recuerdo que en la calle Mayor había una posada cuyas ventanas abiertas dejaban ver una larga mesa perfectamente servida. Todos los soldados de la Guardia se detenían allí. Estos soldados eran en su mayoría jóvenes pertenecientes a familias ricas y no carecían de dinero, a pesar de llevar los uniformes sucios y desgarrados. Apenas veían, al pasar, la bien provista mesa, echaban pie a tierra y se precipitaban en la sala. Empero Hannés, el posadero, les hacía pagar cinco francos por adelantado, y en cuanto los pobres muchachos empezaban a comer, entraba la criada aterrorizada, gritando:

-¡Los prusianos! ¡Los prusianos!

Instantáneamente, se levantaban todos, saltaban sobre sus caballos y huían a la desbandada, sin volver la cabeza hacia atrás. Por medio de este, ardid infame pudo el miserable Hannés vender hasta veinte veces la misma comida aquel día.

A menudo he pensado que semejantes ladrones merecen la horca. Este modo de enriquecerse no es el verdadero comercio.

No quiero describirte con todos sus detalles tan lastimosas escenas. Te entristecería demasiado si te pintase los sufrimientos de aquellos infelices en cuyos demacrados rostros podían verse las huellas de la horrible dolencia que los diezmaba. Era en verdad, espantoso verles revolcarse en el fondo, de los carros lanzando gritos, de dolor que subían hasta el cielo... Entre ellos había algunos que se esforzaban por caminar sin poder conseguirlo y derramaban abundantes lágrimas.

Un joven soldado de: la Guardia un muchacho de diez y siete, a diez y ocho años, excitó mi piedad más que todos los otros. No, podré olvidarlo jamás. Estaba tendido, boca abajo junto a la rampa del antiguo puente de la Tannerie. De vez en cuando se incorporaba penosamente y mostrando una mano descarnada y negra como el hollín, la llevaba a una herida de bala que tenía en la espalda. Los que pasaban junto a aquel sitio no osaban acercarse a él porque algún miserable gritaba:

-¡Dejadle: tiene el tifus!.. ¡tiene el tifus!

¡Ah, qué horror! No quiero hablar más de esas cosas.

Ahora, Federico, voy a referirte un episodio de aquel día en el cual tuve ocasión de ver por vez primera al mariscal Víctor.

Yo había salido tarde de Falsburgo y la noche se echaba encima. Al llegar al extremo de la calle Mayor, vi las ventanas de la fonda del sol iluminadas como para una fiesta. Dos centinelas se paseaban con el fusil al hombro, guardando la puerta. Muchos oficiales, en traje de gala entraban y salían a cada instante. Algunos vigorosos caballos piafaban impacientes hiriendo el suelo con sus herrados cascos. En el fondo del patio brillaban como dos estrellas en la obscuridad los faroles de una silla de postas.

 
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