-El comercio, como todo lo demás, reclama gente honrada, hijo
mío. Ya pasó el tiempo en que se decía: «¡Si no engañas, no vendrás!» Tu padre
era un hombre honrado, tenía, tierras, aldeas en Polonia, y yo tampoco había
tenido nunca nada que ver con el comercio. Sin embargo, cuando deportaron a tu
padre y vine a reunírmele aquí, más de una vez tuvimos que arrastrar con
nuestras propias manos la carretilla de legumbres por esas calles.
Pasábamos días enteros, cubiertos con gruesos abrigos, con los pies
dentro de pesadas botas, en medio de los campesinos del mercado. ¡El trabajo
no envilece a nadie!
-¡Caramba si lo sé! Pero no se trata de eso, mamá. Sólo que yo
pensaba, ser... literato. ¿No me han publicado ya una composicioncita en
verso?
-Ten paciencia: quizá llegues a serlo. Si tu tío hace tanto
porque te dediques al comercio, es probablemente porque piensa legarte su
fortuna. Entonces podrás escribir cuanto quieras, puesto que tendrás con qué
hacer que se impriman tus obras.
-¡Déjate de eso, mamá; no es bueno hablar de herencias! ¡Pero,
al fin y al cabo, vivir en China no es una bagatela!
-¡Pero, ya ves! no te faltará sobre qué escribir.
Juan se animaba poco a poco, poniéndose locuaz. Desarrollaba
proyectos, sin notar que cada vez que hablaba de aventuras y de viajes, los
labios de la pobre madre se ponían trémulos. Pero la señora Brzeska no
manifestaba en otra forma su emoción; aparentaba hallarse tranquila y hasta
satisfecha del rumbo que tomaban las cosas.
-¡Mamá! de esos ochocientos pesos te enviaré inmediatamente
cuatrocientos.
-Es inútil, hijo. Soy vieja y me bastará lo poco que me dé la
huerta. ¡No necesito en dar bailes!
-¡Demasiado lo sé! ni siquiera comerás hasta satisfacerte.
Júrame, mamá, que por lo menos no te impondrás privaciones...