Teodoro arrancó un suspiro del fondo del pecho y comenzó a roer
un hueso, lanzando miradas amorosas a las botellas alineadas sobre el aparador.
Pero la señora Brzeska fingió no verlo; iba y venía en la estrecha cocina
preparando el samovar, mientras Juan arreglaba los cubiertos y ponía las tazas
sobre la mesa.
*
* *
Al día siguiente la señora Brzeska aguardaba ansiosa el regreso
de su hijo que había ido al correo. Por fin lo vio en la calle, a través de la
verja. Andaba lentamente, con la cabeza gacha y las manos metidas en el bolsillo
del sobretodo. Tenía un aire tan afligido, que la madre no pudo más: bajando las
mangas de la bata sobre los brazos enharinados, pues estaba amasando, salió a su
encuentro.
-¡Vamos! ¿qué tienes? ¿qué ha sucedido?
-Nada, mamá... un momento...
-¿Te entregaron el dinero?
-Sí.
-Entonces... ¿qué hay?
-Un momento... tú misma lo veras, mamá.
Entraron en la casita. Juan sacó del bolsillo una carta, y se
la presentó a su madre. Esta examinó atentamente los sellos, reconoció la letra,
y viendo la estampilla del correo y la indicación: Kiachta, se tranquilizó.
-¡Hum!... ¡qué larga es! -dijo.- Toma, lee tú, porque no sé
dónde están mis anteojos.
Y devolvió la carta a su hijo, que entretanto, se había quitado
el sobretodo.