-¿Y la señora?
-Yo volveré al momento.
-¿Entonces mi mujer podría encenderle el fuego?
-Eso es, que lo encienda.
El zapatero saludó y traspuso la verja. Sin embargo no entró:
ocultándose tras de unas plantas espió a la señora Brzeska. Esta dirigió una
mirada atrás, hacia el río resplandeciente en el profundo barranco; luego miró
al otro lado, más allá de los jardines: allí, en el cementerio, alzábase muy
alta, hacia el cielo, como una selva sombría teñida de rosa por el crepúsculo,
la masa de las cruces cubiertas de moho. Algunas se erguían altivas, muy rectas
en su lúgubre majestad; otras, inclinadas hacia atrás, se abandonaban a
impotente desesperación; otras, por fin, echábanse con audacia hacia adelante,
blandiendo la abertura de sus brazos hacia el punto del horizonte en que el sol
se acababa de ocultar.
La anciana vaciló y se apoyó en la verja, lanzando un
gemido.
Teodoro pasándose la mano por los ojos, murmuraba:
-¡Ahí está! ¡Y luego quieren que uno no beba!
¡Farsantes!