I
LA CARTA
El frío crepúsculo del otoño siberiano descendía lentamente
sobre la ciudad y comenzaba a envolverla en bruma color violeta. Una ligera
sombra, primer hálito de la noche, se elevó sobre las aguas del río, ensanchóse,
obscureció el reflejo de las nubes blancas y del poniente de púrpura.
En el centro, las altas casas de los comerciantes bañaban aún
en la luz fugitiva sus techos multicolores; pero el hacinamiento de las bajas
casuchas suburbanas, perforadas como de costumbre por numerosas ventanas de
postigos de color, se fundía en una vaga mancha obscura, cortada por hileras
cada vez más apretadas de puntos luminosos.
La habitación de la señora Brzeska se levantaba en el mismo
límite de la ciudad, en medio de jardines y de huertas, no lejos de las altas
cruces del cementerio católico.
La dueña de casa entró impetuosamente y golpeó el suelo con sus
pies ateridos.
-¡Ese bribón de Teodoro ha vuelto a hacerme una de las suyas!
-exclamó.- ¡Pero tan cierto como hay Dios, que esta vez no le perdonaré, y que
para San Miguel se le despedirá de su alojamiento!... ¿Y tú, Juanito mío, estás
leyendo todavía? Deja, que ya es de noche, y vas a perder la vista... o aguarda,
que voy a encender la lámpara...
Hizo repicar la pantalla de vidrio, rascó un fósforo, y, un
momento después, entraba en el cuarto de su hijo, llevando cuidadosamente la
luz.
Juan, alto y pálido, de ligero bigote escaso y -rubio sobre los
labios frescos, estaba sentado junto a la ventana con un libro en las rodillas.
Miraba, pensativo, allá, a lo lejos, los jardines de follaje marchito por el
otoño, y más lejos aún las altas cruces del cementerio. Al entrar la madre
volvió hacia ella las pupilas azules salpicadas de plata.