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En casa de Alina, el señor de Tilloy estaba indignado, y la señora de Tilloy compartía la indignación con su marido. -Será todo lo Barbazán que se quiera, pero en realidad este hombre no es más que un palafrenero, cuyas aficiones estarían más en carácter en la pista de un circo que en el interior de un hogar tranquilo... ¡Villano!... ¿Y sus costumbres? ¡Cómo se portaba con aquella niña! ¡Un horror, un verdadero horror!

"¡Nuestra pobre Alina!..." Oliverio, sin querer, vengaba a aquella, "pobre Alina" que sus padres habían tiranizado hasta que, desesperada, se casó no importa cómo, con no importa quién.

-No se lamenten ustedes -respondía ella; -ustedes le habían elegido, ustedes lo quisieron.

Y a pesar de esto, Alina no les guardaba rencor alguno. Su situación la había hecho clarividente y comprendía que, bien considerado, la humanidad tiene más de estúpida que de mala. Esto la aliviaba un poco; además, sabía que no había nacido afortunada. Por inconscientes que fuesen, parientes y marido habíanla aleccionado.

La criaturita que Alina, puso en el mundo fue una niña. Una decepción para Oliverio y una decepción irremediable, porque él mismo había convertido a Alina de esposa en amiga inabordable al amor...

-¡Bah! ¿Quién sabe? -dijo el viejo marqués. -Quizá esta muñequita, andando el tiempo, será más razonable.

Y evitó discretamente ahondar más en el asunto. Por desgracia, tuvieron mal principio los bellos propósitos del marqués, ya que comenzó contrariando a la madre, exigiendo que la niña se llamara Raimunda. Alina encontró este nombre feo, vulgar, bárbaro, inadmisible.

La señorita Tilloy habría de ceder. Era menester que la pequeña se llamara Raimunda, por la razón "perentoria" -dijo, -de que los Barbazán descendían, por línea femenina, de Raimundo IV, conde de Tolosa, que fue, como todos saben, uno de los jefesde la primera cruzada, a quien recompensó el Papa encargando a Simón de Montfort que organizara otra para despojar más tarde a Raimundo VI, no menos conde de los mismos Estados de Tolosa y otros lugares circunvecinos.

Y era así que, aun en las cosas más nimias, Alina se encontraba fuera de su centro entre los Barbazán, mientras el recuerdo de Rogerio de Prévallon manteníase intacto en su pensamiento, se embellecía, se poetizaba a medida que el tiempo ponía años por delante.

Un día, Alina regresaba del bosque en su demi-fortune, un calesín conducido por un solo caballo, que era preciso contener. Pero aquel día no hacía falta este cuidado. Alina estaba sentada en el fondo, teniendo a su lado una nodriza robusta y buena moza sobre cuyas rodillas dormía Raimunda, con su vestido cubierto de cintas.

 
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La señorita Raimunda de Eduardo Cadol   La señorita Raimunda
de Eduardo Cadol

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