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Esta manera de romper el sagrado lazo, sin reproches, sin lágrimas, sin frases violentas, sorprendió a Barbazán. Otro, habría comprendido que el nudo conyugal acababa de desatarse en el corazón de su mujer; él no vió en ello más que una pequeña tortura... quizás algo parecido al enojo que causa una caricia inoportuna. Pero si no acertó a adivinar toda la serena grandeza que encerraban las palabras de la "señora de Barbazán", se atribuyó el mérito de haberlas provocado. Creía que se debían a su influencia.

-"Quien con lobos anda, a aullar aprende" -Pensó él, pavonéandose.

Su padre se mostró algo más justo.

-¡Vamos! -dijo. -¡ Es una mujer valiente!

Y no hubo otras lamentaciones en casa de él ni en casa de ella. Siguieron ambos en paz, hasta que el anuncio de un recién nacido suavizó las asperezas de ambos cónyuges y llenó de alegría al padre de Oliverio, que soñaba constantemente con un chiquillo, un futuro marqués de Barbazán.

¡Oh, qué delicioso personaje era este viejo gentilhombre, poniendo todos sus pensamientos en el heredero de Barbazán y de todo cuanto a Barbazán oliera.

Tenía, sin embargo, en muchos extremos, innegable superioridad sobre aquel mastuerzo que Dios le había dado por hijo. Gran lector, filósofo escéptico -aunque cumpliendo sus deberes religiosos con ostentación, para distinguirse de los "burgueses"; -buen músico, inteligente en cosas de arte; sabiendo viajar y retener en la memoria lo que veía, había conseguido escribir con facilidad de cosas vistas, con estilo un poco anticuado, pero castizo y elegante; burlón e irónico a ratos, nadie como él había sabido poner entre líneas una gentil donosura, sabrosilla y picaresca.

Hombre de mundo además, y siempre hombre de mundo, porque esto era innato en él, sacrificó a su esposa cuanto le fue posible, y de tal modo culebreó en malandanzas mujeriegas, que la buena señora estimó mejor refugiarse en el Paraíso, cuyas puertas le fueron abiertas sin reparo: su marido se lo había hecho ganar por partida doble.

Una sola debilidad le dominaba, una sola, pero irresistible: el fetichismo de su nombre? Esto le sacaba de quicio, casi tanto como a Oliverio. Y porque éste era su hijo, porque continuaba el nombre de los Barbazán, le admiraba; ni más, ni menos. Cuanto éste hacía, le parecía perfecto.

Y aun cuando el joven contestara con bostezos formidables que amenazaban desencajarle las mandíbulas, a los consejos del padre, el viejo marqués se enorgullecía de ello: -Es la raza el pasado que reaparece -pensaba. -No, no era a fe, un hombre moderno su hijo; sus actos, sus movimientos, denunciaban en él un Barbazán de la Edad Media, perdido entre las mezquindades de la vida actual. No había otro como él para disparar un fusil, escalar una montaña, cazar un oso, cuando tenía ocasión de escapar y dar un paseo por los Pirineos. ¡Y nunca fatigado, nunca enfermo, aquel loco!... Su padre creía estar en la gloria.

 
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de Eduardo Cadol

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