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Esto ya era mucho en el catálogo de las investigaciones, pero existían aún más y mejor: el joven Rogerio, que poseía una cuantiosa fortuna, heredada de su madre, tenía amor al trabajo; estimaba que había venido al mundo para algo más que para vagar sin fruto, y se dedicaba, con no escaso acierto, a trabajos literarios sobre economía política e industrial, que merecían elogios cumplidísimos y justos.

Y como si esto fuera poco, averiguaron que Rogerio de Prévallon era mozo de todas prendas, como corresponde a joven de esmerada educación, y que unía a tan altos méritos un buen humor envidiable. Remate de tan soberbias dotes fue su fotografía que, con retoques o no -averígüelo Vargas- puso de manifiesto una figura gallarda, esbelta, elegante, con cierto desaire de buen tono, que venía a avalorar un rostro bien parecido.

-¿Y la salud?

-¡Un roble!

¿A qué pedir más?

Por esta vez, los esposos Tilloy; que andaban siempre a la greña, enfrascados en fútiles querellas, gracias a haber encarnado el espíritu de la contradicción en la señora de Tilloy, de suyo dispuesta en toda ocasión a contrariar a su marido, estuvieron de acuerdo. La señora de Tilloy, que gustaba de ir siempre contra la corriente, aun a trueque de desmentir lo que antes hubiese sostenido, reconoció con su esposo -¡oh, milagro de adaptación conyugal!- que Rogerio era el yerno deseado, esto sin contar con que los Prévallon, sin que su abolengo se remontara a los tiempos de Carlomagno, eran de más esclarecida estirpe que los Tilloy, de cuyos ascendientes recordábase sólo al bisabuelo, mesonero en Chauny (Aisne), que así alojaba amablemente y a precio módico peatones como caballeros.

Apenas los Tilloy dieron cuenta de su impresión a los entrometidos que metieron baza en el asunto, a título de curiosos, éstos prepararon una entrevista de los jóvenes, por medio de una comida que a sus costas dieron a las dos familias interesadas en el casorio.

Como es natural, Alina y Rogerio, si nada sabían de cierto, algo debíande sospechar de todo lo que se tramaba a su alrededor y que no habría llegado a cristalizar a no haberse informado previamente a los dos jóvenes. Sin embargo, al saberlo, lo lamentaron. Eso sí, dulcemente... Lo lamentaron en principio. Pero ni una ni otro pusieron reparos. Faltaba sólo que se conocieran... Y, claro, nada más legítimo.

Y es por ello que se les ofrecían ocasiones oportunas, mediante encuentros que se decían fortuitos, o comidas campestres, o veladas familiares, fiestas deliciosas, donde les es permitido a los jóvenes hablar de amores y amoríos, aprovechando el torbellino de un vals o de una polca, cuyo ritmo sabe a besos que quedaron en flor.

Fue en una de estas ocasiones, sabiamente amañadas, que Rogerio solicitó cortésmente de Alina que le permitiera pedir su mano en forma oficial, y aun agregó, en términos de amorosa discreción, que esperaba con ello darle una alegría, ya que su corazón enamorado creía poseer el cariño de la joven.

 
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La señorita Raimunda de Eduardo Cadol   La señorita Raimunda
de Eduardo Cadol

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