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¡Inocente! ¿Sabía, acaso, ella nada de la vida? ¿Cómo podía prever que nuevas acometidas paternales la atormentarían hasta el punto de que un día, loca, cansada de luchar y de sufrir, se casaría, a ojos cerrados, en un instante de desesperación, con un "hombre cualquiera", para substraerse al martirio que le infligían sus padres, cada vez más tiranos, cada vez más crueles?

Y ese momento llegó. Era preciso ceder o afrontar las consecuencias de un escándalo ruidoso, u otra cosa peor aún: el suicidio. No había otra solución, porque el señor y la señora de Tilloy hacían su vida intolerable.

Aquel "cualquiera" llamábase Oliverio de Barbazán. No era antipático y aun si se quiere las líneas de su rostro eran correctas y agradables; tenía, además, una buena cualidad: era rico; la suprema razón para los padres de Alina. Por desgracia, Oliverio resultaba quizás el único marido incapaz de consolar a la enamorada joven, de llevarla a olvidar las dulces horas del amor perdido; el único que, por la comparación -aunque ésta fuese involuntaria- hacía más alto, más grande el pedestal de recuerdos sobre el cual se erguía la imagen de Rogerio.

Era uno de esos espiritus tardíos que, en una época de aristocracias improvisadas, se empeñan en creer que el ser de "sangre azul" basta para todo. Y él lo era, ¡qué duda cabe! Los Barbazán, en muchas ocasiones aliados a los Comminges, descendían por línea femenina, de los condes de Tolosa. Su padre no había tenido jamás otro título que el de archipámpano de Sevilla; ¿por qué diablos Oliverio había de buscar otro más largo? Era hombre de "calidad" y eso bastaba.

Por lo demás, mientras no se le tratara con mezquindad, con tacañería, no había que temer insolencias. Al contrario, era un mozo alegre ese último retoño de los Barbazán. Quizá demasiado. Ignorante como una carpa, y por contera, de una inconsciencia, de una irresponsabilidad que le procuraban el sueño del justo y un apetito heliogabalesco, no sabiendo qué hacer, se casó.

Y estaba cortés con su esposa, pero esto era todo. Afección, cariño... ¡Ta, ta, ta! Cierto que no podía reprochársele su indiferencia; pero él no sabía qué eran aquellas cosas, porque, aparte de su persona, no sintió jamás afectos por nadie. Fuera de sí mismo, nada podía serle interesante.

A cambio de estos defectos, era un gentleman acabado. En achaques deportivos, en la caza, en el tiro, no temía competencias.

 
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La señorita Raimunda de Eduardo Cadol   La señorita Raimunda
de Eduardo Cadol

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