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Alina enrojeció, cosa puesta en razón, y se turbó tanto, que acertó apenas a murmurar un "sí", que Rogerio entendió admirablemente -paradojas del amor- porque fue dicho en voz baja. Y a su vez tocóle el turno de la emoción, quedándose sin saber qué replicar. Afortunadamente, tenía a Alina de la mano y se la estrechó dulcemente; no era menester más. Aquel apretón de manos equivalía a miles y miles de "gracias".

Así lo comprendió, como muchacha inteligente, la señorita de Tilloy y no cuidó de disimular que era sensible a aquella muestra de cariño, mucho más cuando era la primera vez que le estrechaban la mano de aquel modo. Y cuando, terminado el vals -demasiado pronto, a juicio de ellos,- Rogerio acompañó a Alina al lado de su madre, saludándola con un significativo: "gracias, señorita", la joven sintió que este "gracias" lo decía el mozo más expresivamente que de costumbre y, levantando hasta él sus ojos, pagóle con una sonrisa, que penetró en su alma como lluvia de sol.

¡Oh, adorables comienzos, castos y encantadores! ¿Cómo no han de recordarse luego, más tarde, al rodar de los años?...

Al día siguiente, sin perder tiempo, el padre del joven, correctamente vestido, enguantado y con la barba recortada con exquisita pulcritud, presentóse en casa de los señores de Tilloy, que le dispensaron cariñosa acogida.

-¿??

-¡El honor es nuestro, coronel, el honor es nuestro!

-En cuanto a la dote de mi querido hijo...

-¡Nos es conocida, coronel; nos es conocida! Y de igual suma que la de Rogerio será la dote, de nuestra hija...

-¡Muy bien, muy bien! ¡He aquí un nuevo hogar, donde nada va a echarse de menos!

En tales condiciones -no hubo otras,- sólo quedaba un requisito que cumplir: ver al alcalde y llamar al cura para proceder a las amonestaciones... ¡Gracias a Dios! Pero...

Todo en el mundo tiene su pero, y el pero de la suspirada boda fue la tía de la señora de Tilloy, que cristiano a Alina y que no sabía pasar sin ella, por la potísima razón de que era una madrina acaudalada, que en un instante de despecho o de malhumor podía hacer de su capa un sayo, o, lo que es lo mismo, legar sus bienes al primero que le viniese en ganas.

Así lo decía la señora de Tilloy, pero pónganlo en duda. Maldito lo que le importaba a la buena señora que su sobrinilla anduviera o no con ganas de matrimoniar, y a buen seguro que habría mandado al diablo a quien le hubiese propuesto frustrar tales intentos. Sin embargo, no siempre las cosas son como son, sino como se quiere que sean, y la señora de Tilloy juzgó conveniente aguardar a que su tía hubiese terminado una cura que la retenía en Bourbonneles-Bains, después de la cual, a invitación de la enferma, las dos familias pasarían seis u ocho semanas cerca de ella, en sus propiedades de Normandía.

 
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de Eduardo Cadol

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