Y así se hizo. De esta manera, los novios, viviendo un mismo ambiente, bajo un mismo techo, pudieron establecer ataduras más francas, más leales de lo que pudieran serlo las que crearan amigos y parientes. Inconvenientes que ofrece la intimidad entre gentes delicadas. De ahí vino que cuando se hizo inevitable la separación, para regresar a París, Alina observara en el rostro de Rogerio señales de tristeza, que quiso borrar a fuerza de pasión y de cariño.
¿Por qué entristecerse, a fin de cuentas, si iban a verificarse los esponsales? El nombre de los dos jóvenes leíase en letras grandes, en un cuadro alambrado, que colgaba de la puerta de las alcaldías respectivas, en tanto que el domingo, desde el púlpito, un vicario proclamaría la buena nueva, preguntando si, por acaso, había alguien que alegara impedimento para la unión de los dos enamorados... ¿Y quién había de alegarlo?
Los demás no se daban tampoco punto de reposo. Iban de un lado para otro, hacían consultas, interrogaban, y en casa de la tía la animación crecía por momentos. ¿Que era necesario elegir habitación, comprar muebles, combinar los colores de la decoración de los salones? Vengan conferencias, cabildeos, discusiones, ¡como si estuviera sobre el tapete un problema trascendentalísimo! Y todavía no se atinaba en todo.
-A propósito, Alina, ¿ha elegido la estatuílla de bronce que ha de colocarse sobre la chimenea del salón?
-Viene a cuento... ¿Irá usted, Rogerio, con mamá, a probar el piano, en casa del fabricante? ¿Estará usted allí?
-¿Cómo no?
Por último, a Dios gracias, la fecha del matrimonio quedó determinada, las esquelas de participación de enlace fueron cursadas... ¡Ya era hora!
Una mañana, el coronel Prévallon presentóse, insistiendo, a pesar de la hora, en la necesidad de conferenciar con el señor de Tilloy. El pundonoroso militar estaba pálido; tenía el rostro contraído y en su guerrera no aparecía la condecoración.
-¿Qué ocurre, mi querido coronel?
El oficial se lo dijo sencillamente y sin rodeos: su hermano acababa de cometer un acto reprobable, deshonroso.
-Es por esto, señor -concluyó, sofocando un sollozo que le ahogaba, -que le devuelvo a usted su palabra.
El padre de Alina, cortado, aturdido, balbució algunas vulgaridades, dejando, contra su deseo, entrever un asomo de esperanza, aunque por cortesía únicamente.
-¡Hum! No, señor -replicó el viejo militar, enjugando con el revés de su mano una lágrima rebelde que escapó de sus párpados enrojecidos. -Este casamiento es imposible; mi hijo y yo haremos entrega de todo cuanto poseemos a los acreedores de mi hermano.
Los parientes de la novia encontraron este rasgo admirable, casi sublime, especialmente en estos tiempos; ¡pero la señora de Tilloy!.
Dos días después, sus amigos recibían la esquela aplazando la ceremonia.
Ahora bien: ¿cabía censurar a Alina por sus lágrimas? ¿No era una injusticia acusarla de inconveniente y de desvergonzada?