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Magníficos trajes, tren espléndido, caballo veloz, cochero correctamente galoneado; nada de esto, sin embargo, hacía que la señora de Barbazán se sintiese tan íntimamente orgullosa como de los sonrosados mofletes de su hijita. La existencia de esta niña consolábala de muchas de sus aflicciones, mientras su alma aparecía inundada de una beatitud indefinible, de esa placidez de espíritu que sucede a las crisis que han puesto en tensión todo el sistema nervioso. Las peripecias de la lucha se olvidan, se tornan vagas, se difuman y las substituye el sentimiento de un reposo, de una paz moral que parece bienhechora. Y Alina, en este estado, paseaba su mirada indiferente por la masa de los transeuntes que se cruzaban con ella o ante los cuales paraba rápidamente su demi-fortune.

Hacia el segundo tercio de los Campos Elíseos, un obstáculo hizo disminuir el trote del caballo, y luego parar el coche. De pronto, Alina sintió latir con fuerza su corazón al advertir un joven sentado en una de las sillas que bordean la calzada. Este joven era su novio de otros tiempos, Rogerio de Prévallon.

La señora de Barbazán tuvo un instante de duda. Rogerio estaba desconocido, avejentado, como si sobre su cuerpo de antes pesara una carga de quince años. Pálido, encanijado, los cabellos tirando a gris, parecía la sombra de sí mismo. La enfermedad, la fiebre le había reducido a aquel estado. Y en su sombrero, un ancho crespón señalaba un dolor.

Una angustia inexplicable apoderóse de la joven. Sin grandes esfuerzos de deducción, Alina adivinó las causas de la postración del infortunado mozo. El clima de regiones lejanas, donde había tenido que ganar lo que reclamaban las víctimas de su tío, no respetó su juventud, su vigor, su robustez. La consunción, la tisis quizá, le minaba. No había esperanza.

Alina no se engañaba. A estas causas uníase el dolor de haberla perdido, y él no tenía ya fuerzas para resistir al mal. ¿A qué seguir lejos de la patria? Su tío nada debía ya. Por esto volvió a Francia; por esto y porque su padre deseaba morir en sus brazos. No hay que decir que el coronel le aguardaba. Llegó a París una mañana y Rogerio apenas si tuvo tiempo para abrazarle, recibir su último suspiro y cerrarle piadosamente los ojos. Ni una sola frase... el anciano coronel no hablaría más. Con los ojos solamente, con una dulce y tierna mirada, el bravo militar, sonriente, le dió su bendición. Y estrechándole sus manos, abandonó este mundo. Nada legó a Rogerio... Decimos mal, sí: su cruz.

Esto es lo que el malparado joven contó sencillamente a Alina, cuando se hablaron. Y no hubo en ello nada de novelero, de dramático. Ni misterio, ni intriga. Todo fue hecho a pleno día, a rostro descubierto.

Si desde su coche la joven había visto y reconocido a Rogerio, éste la había visto y reconocido desde su silla. A pesar de su emoción, la saludó, y Alina, tocando con su sombrilla la espalda del cochero, indicóle que se detuviese al borde de la acera.

Rogerio se levantó y se acercó a ella. En presencia de la nodriza, sólo se atrevieron a pronunciar unas cuantas generalidades.

 
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de Eduardo Cadol

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