No fué poco lo que se rió la criada, bravía moza de las montañas de Teruel, al abrir la puerta y encontrarse con aquel monigote panzudo que abultaba menos que su capazo.
¿Qué buscaba? Allí,
tenían quien se llevara el estiércol. Y Nelet, turbado por el buen
humor de la churra, no sabía qué decir.
Por de pronto se abrió para él el cielo. O, lo que es lo mismo, vió asomar por detrás de la falda de la criada una cara morena, prolongada y huesosa, con los rebeldes pelillos estirados cruelmente hacia el cogote, los ojos grandes y negros, animados por una chispa de eterna curiosidad, y el cuerpo zancudo y desgarbado por prematuro crecimiento.
La niña lo reconoció en seguida; no en balde transcurren dos años durmiendo bajo el techo de la barraca y en la misma cama, y se pasan los días junto a la acequia, tendidos sobre el vientre, con la cara teñida de zumo de zanahorias. Era Nelet, el hijo del ama.
Le cogió la mano con cierto aire de muchacho, propio del desgarbo con que llevaba las faldas, y los dos se dirigieron a la cocina, seguidos por la sonriente churra, a quien le hacía gracia el aire tímido y enfurruñado del chiquillo.