Algunas veces, el recuerdo de la idílica existencia al aire libre perdía su encanto, y era Nelet quien envidiaba en la persona de su hermana todas las comodidades y esplendores de la vida de la ciudad.
¡Qué lujos! Los vestidillos
de seda y terciopelo, los sombreros, que parecían islas de flores; todos los regalos de papá, que Marieta enseñaba con malsana coquetería, aturdían a Nelet, y como para él no había gradaciones sociales, como el mundo estaba dividido en gente de campo y señorío, la hija del escribano aparecía a sus ojos igual o superior a aquellas otras que había visto algunas veces en los carruajes de lujo.
Marieta lo dominaba, le hacía pasar embobado las mañanas en aquella casa, obedeciéndola servilmente, como allá, en la barraca, cuando era una chicuela llorona y rabiosilla.
Y transcurrió el tiempo, estrechándose cada vez más entre los dos hermanos aquel lazo de cariño creado en los albores de su vida por la existencia casi silvestre.
Nelet se hacía hombre. A los quince años era ya una vergüenza que entrase por las mañanas en la ciudad con su espuerta, como un chiquillo. Trabajaba los campos en arriendo, mientras el padre andaba por los caminos, y para recoger basura en Valencia contaba con el auxilio de un jaco viejo, que el carretero había traspasado a su hijo como desecho.
El pobre animal, cabizbajo como un misántropo, con el flaco lomo martirizado por los serones llenos, pasaba las horas frente a la casa del escribano, mirando con sus ojos vidriosos y empañados a la vieja portera, que hacía media, mientras su joven amo andaba por arriba regañando amistosamente con la churra o siguiendo como un siervo a la señorita.
Era ya todo un hombre, cortés y rumboso con las personas de su aprecio. Bien le pagaba a la criada los antiguos guisotes trasnochados. Nunca llegaba con las manos vacías, y del serón salían camino del primer piso el par de melones verdes correosos, los pimientos inflamados y brillantes, las frescas lechugas, con sus ocultos cogollos de ondulado marfil, o las coles vistosas como flores de rizada blonda, dones que arrancaba directamente de sus terruños, y que, al faltar en éstos, robaba tranquilamente en los campos del camino, con la impudencia del chiquillo de huerta, acostumbrado desde que andaba a gatas a atracarse de uvas y digerirlas ayudado por los pescozones de los guardas.