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III

Y volvió, ¡rediel! ¿Pues no había de volver?

Ir a Valencia y no entrar en aquel caserón cerca de los Juzgados era un hecho que, por lo absurdo, no había pensado nunca que pudiera ocurrir.

Y allí iba todas las mañanas, a sufrir, reconociéndose cada vez más distanciado de aquella a quien tenía que llamar la señorita.

¿Dónde estaba ya aquel afán por hablar de las cosas de la barraca?

Entraba Nelet en la casa con la confianza de siempre, pero notando en torno de él un ambiente de frialdad e indiferencia. Era el femater, y nada más.

Algunas veces intentó resucitar en María el entusiasmo por la pasada vida, hablándole del ama y de su familia, que tanto la amaban; de aquella barraca en la que todos pensaban en ella; pero la joven oíale con cierto malestar, como si le causara repugnancia la rusticidad de los de allá.

¡Ah pobre Nelet! Decididamente le habían cambiado su Marieta. En aquella adorable muñeca no había nada que vibrase al recuerdo del pasado. Parecía que en su cabeza, al cubrirse con el peinado de mujer, se habían desvanecido todos los sueños de poesía campestre.

Tenía el pobre muchacho que contentarse sosteniendo largas conversaciones con la churra, en aquella cocina a la que llegaba el tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones en el piano del salón. Aquellas escalas, incoherentes y pesadas, se le metían en el alma, conmoviéndole más que las melodías del órgano de la iglesia de Paiporta.

Y, para colmo de sus penas, la criada no sabía hablar más que de don Aureliano, un personaje que preocupaba a Nelet y al que acabó por conocer deteniéndose un día en la puerta del despacho del escribano.

 
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El femater de Vicente Blasco Ibáñez   El femater
de Vicente Blasco Ibáñez

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