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Dos o tres veces había estado allí, pero amparado por su madre, agarrado a sus faldas, con gran miedo a perderse. Recordaba con espanto la ruidosa batahola del mercado y aquellos municipales de torvo ceño y cerdosos bigotes, terror de la gente menuda; pero, a pesar de los espantables peligros, seguía adelante, con la firmeza del que marcha a la muerte cumpliendo su deber.

En la puerta de San Vicente se animó viendo caras amigas; fematers de categoría superior, dueños de una jaca vieja para cargar el estiércol y sin otra fatiga que tirar del ramal, gritando por las calles el famoso pregón: «Ama, ¿hiá fem?»

Uno de ellos era vecino del muchacho, y hasta se susurraba si andaba enamorado de una de sus hermanas, aunque no hacía más que dos años que estaba pensando en declarar su pasión, circunstancias que no impidieron que con pocas palabras diese un susto a Nelet.

De seguro que no llevaba licencia. ¿No sabía lo que era? Un papelote que había que sacar, soltando dinero, allá en el Repeso. Sin ella había que menear bien las piernas para huir de los municipales. Como le pillasen, flojas patás le iban a soltar. Conque..., ¡ojo, chiquet!

Y fortalecido por tan consoladoras advertencias, el pobre chico entró en la ciudad, buscando los callejones más solitarios y tortuosos, mirando con codicia los humeantes rastros que dejaban los caballos sobre los adoquines, sin atreverse a meter en su espuerta tales riquezas por miedo de agacharse y sentir en el hombro la mano de un sayón con quepis.

Aquello forzosamente había de acabar mal.

Se olvidó de todo en una plazoleta, viendo cómo jugaban al toro un grupo de pelones de largas blusas y grueso bolsón de libros, retardando el momento de entrar en la escuela; pero de improviso sonó el grito de ¡la ful!, anunciando la aparición de un municipal de los más feos, y todos se desbandaron al galope como tribu de salvajes sorprendida en lo mejor de sus misteriosos ritos.

 
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de Vicente Blasco Ibáñez

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