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¿Y cuando el pare llegaba de uno de aquellos largos viajes de carretero, y al oír los cascabeles de los machos y el chirrido de las ruedas salían todos al camino a recibirle con cruces de caña, como si fuera una procesión de las de Paiporta? ¿Y cuando a la orilla de la acequia, casi seca, se coronaban de dompedros, colgaban de su cintura largas hojas de caña, y con el verde faldellín paseábanse gravemente, imitando el paso de puntas de aquellas vírgenes y heroínas que salían en las cabalgatas del pueblo? ¿Y la vez que se pegaron por un higo? ¿Y cuando, hartos de zanahorias, teñíanse la cara de morado y se revolcaban por la rojiza tierra hasta parecer indios bravos, dejando como guiñapos las finas y bordadas ropas que enviaba el escribano?

¡Ah Nelet! ¡Qué malo era entonces!

Y la muchacha miraba por los balcones la estrecha calle, en la que vergonzosamente entraba un rayo de sol y en su vaga mirada de pájaro enjaulado leíase el deseo de volar lejos, muy lejos, a aquellos campos donde la esperaban la vida libre y la adoración de toda una familia de infelices, que la veneraban como procedente de una raza superior.

Pero el papá se oponía a que volviese a la barraca ni un solo día. Lo había dicho terminantemente: cada cosa a su tiempo, y ahora nada bueno podía aprender entre aquellos brutos.

Esta tenaz negativa recordaba a Nelet el momento en que se llevaron a la chica a Valencia, en que la robaron, sí, señor, engañándola, diciendo que sólo era para unos días y no tardaría en volver, mientras la pobrecita lloraba, él corría como un perrillo detrás de la tartana, pidiendo con lamentos al cruel escribano que no le quitase a su Marieta.

¡Rediel! Si fuese ahora, que era ya casi un hombre y le plantaba una pedrada al más guapo...

Y en esto sonaban las diez, salían los escribientes con sus badanas repletas de autos camino del Juzgado, y el principal, al ver al femater, torcía el ceño.

-Pero ¿aún estás ahí? Tú acabarás mal; eres un vago. A la obligación, chiquillo.

Y el pequeño David, a pesar de aquellas pedradas certeras que le enorgullecían, temblaba ante el gigante con el terror que inspira al infeliz el hombre de Justicia, y, recogiendo su espuerta, salía cabizbajo, avergonzado, sin atreverse a mirar a Marieta..., y hasta el día siguiente.

 
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El femater de Vicente Blasco Ibáñez   El femater
de Vicente Blasco Ibáñez

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