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Hallábase Venecia en su mayor auge cuando un joven alemán llamado Alberto, movido del deseo de aumentar la herencia que acababa de recibir empleándola en especulaciones mercantiles, llegó a aquella célebre ciudad, que, cual señora del Adriático, parecía nave grandiosa que flotaba sobre sus olas (ahora yace como casco varado que la tormenta echó sobre la costa, triste, solitario y desbaratándose poco a poco). Reía la mar bajo los rayos del sol, que después de la larga carrera de un día de verano iba a ocultarse tras las distantes cumbres del Apenino, cuando el bajel que conducía a Ricardo desde Trieste echó el ancla. Rodeáronlo en breve varias de las góndolas que cubrían los canales que sirven de calles a Venecia, y en breve se vio nuestro pasajero en medio de aquella ciudad de disolución y placeres. La novedad de los objetos, el contraste entre la gravedad alemana y la alegría bulliciosa de los venecianos, la estación del año y, más que todo, la juventud e inexperiencia de Ricardo dieron en un punto por tierra con todos sus planes mercantiles. No había ventana en que no clavase los ojos, atraído de los que con negro brillo centelleaban ya tras las entreabiertas celosías, ya a las claras y como para hacer alarde de su belleza.

-Poco a poco -dijo al gondolero-; ¿a qué viene esa prisa, remando como si nos siguiese una galeota turquesca?

-Señor mío -respondió el taimado veneciano-, por lo que hace a mi seguro estoy de que no me han de tomar los corsarios que empiezan a dar caza a Vueselencia.

-¿A mí? ¿Cómo? No os entiendo, buen hombre. Pero decidme: ¿qué príncipe vive en aquella gran casa, a la derecha? Sin duda tiene visita esta tarde. Cuatro..., cinco..., qué se yo cuántas bellezas están al balcón.

-Todas son de casa, mi amo. A lo que veo, Vuesa Señoría se hallaría más que dispuesto a visitar a esas señoras. Ánimo pues, y al avante.

Ricardo empezó a atufarse con las respuestas del gondolero, pero habían llegado en esto bajo la ventana en que tenía fijos los ojos, y tal fue la sonrisa halagüeña con que fueron recibidas sus miradas que creyó que había sido transportado en sueño a un mundo de placeres y encantos. De más buen humor con el gondolero, le preguntó cómo podría procurar entrada en la casa.

-Sólo con llamar a la puerta, señor mío. Yo he sido gondolero de esa familia y sé que las señoras de ella son en extremo aficionadas a extranjeros. Si gustáis, apenas dejemos nuestro bagaje en la posada volveremos aquí y os desembarcaré en la puerta.

 
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Intrigas venecianas de José María Blanco White   Intrigas venecianas
de José María Blanco White

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