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Parte de este deseo concedió a Alberto la fortuna; la otra se la llevaron los vientos. Quiero decir que, aunque Giannetta le dio el gusto de manifestarse tan penetrada de su amor que no podía sufrir que hablase a su hermana, lo hizo de un modo tan opuesto a la blandura apetecida por el poeta que lo acosaba de muerte de un cabo al otro de las veinticuatro horas. Desatentado el incauto joven entre la loca persecución que sufría y la necesidad de ejecutar la comisión de que pendía no sólo su bienestar sino la seguridad de su persona, no sabía cómo proceder. Pasaban entretanto los días, y no adelantaba paso con Elvira, a quien apenas podía dirigir la palabra, tal era la incesante guardia que la hacía Giannetta. Cerca de tres semanas habían pasado de este modo cuando la astuta celosa mudó de repente su plan de ataque. Descuidóse al parecer de los pasos y proceder de Alberto, y empezó a manifestarse aficionada a un oficial rico, del lado allá de los cincuenta, que, antes por no saber qué hacerse que por otro interés más vivo, frecuentaba la casa. Aquí perdió los estribos el pobre Alberto: su pasión por Giannetta era harto loca para que este torbellino de afectos no le acabase de quitar el tino. Rogó, enojóse, amenazó, acarició: todo en balde. Giannetta se mantenía firme en la determinación, que juraba haber tomado, de romper para siempre. Sólo un momento pareció titubear y, como si la pasión renaciente la ablandase a su pesar, con ojos bajos, cual si quisiera ocultar las lágrimas que empezaban a llenarlos, dio al agitado Alberto el nombre de ingrato, acusándolo, por la milésima vez de haberla abandonado por Elvira.

No menos veces había estado el incauto joven a punto de comunicar el importante secreto que, a su parecer, le restituiría el sosiego, calmando a su celosa amante, mas las últimas palabras del fraile resonaban aún en sus oídos, y el temor de una prisión perpetua le cosía la boca. Pero en la agitación de aquel momento la faltó la resolución y, cediendo a una necia ternura, contó a Giannetta su aventura con el fraile y la comisión de que estaba encargado.

La astuta Giannetta, aunque incapaz de adivinar el secreto, conocía demasiado a Venecia para no haber antes sospechado que algunos de los agentes de las cabezas de partido se estaban valiendo de las dificultades pecuniarias y la sencillez de Alberto para sus fines particulares. Algunas vislumbres de que, por medio de Elvira, se intentase dañar a Mocénigo se habían presentado a su imaginación, y estas confusísimas dudas la habían aguijado a sonsacar a Alberto no menos que la envidia que tenía a su hermana.

La alegría que animó sus ojos cuando se halló dueña de secreto tan importante se le figuró al infeliz Alberto prueba indudable del ardor con que lo amaba, y ni una sombra de sospecha le nubló el corazón, aunque acababa de poner su vida en manos de una mujer liviana. Embebecido en su desatinado amor, que ahora más que nunca hallaba pábulo constante en las caricias de Giannetta, y confiado en los pasos que ésta le aseguraba que había tomado para averiguar la traición de Mocénigo, creía las bien urdidas patrañas con que su querida le llenaba la cabeza cada día y vivía en la esperanza de llevar al fraile los más importantes informes.

Llegó el día aplazado, y, aunque Alberto sólo llevaba esperanzas y promesas para el fraile, no por eso se olvidó de la cita en el claustro. Despidióse de Giannetta dándola a entender dónde iba y se retiró a su posada esperando que anocheciese. Hízose oscuro, entró en su góndola y, saltando en tierra a poca distancia del convento, se encaminó con menos temor que la primera vez hacia el altar de la Virgen del noviciado. No bien había hincado la rodilla, cuando el arrastrar de los hábitos y el blando pisar de las sandalias anunciaron la venida del religioso. Llegó, alzóse Ricardo y, preguntado en voz baja qué noticias traía, empezó dando disculpas de no haber adelantado cuanto quisiera en su comisión, pero asegurando que en pocos días esperaba tener pruebas o por lo menos indicios vehementes del trato de Mocénigo con ciertos espías.

 
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de José María Blanco White

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