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Deseoso de seguir el consejo, aunque algo receloso al mismo tiempo de verse expuesto a un bochorno, pues la casa, según su aspecto, no podía ser de mala fama, Alberto quiso probar fortuna y, poniéndose uno de sus mejores vestidos, volvió a entrar en la góndola, que, concurso más apresurado que antes, llegó a los escalones o desembarcadero del que a él se le figuraba palacio. Recibiólo el portero con respeto, y, en breve, se vio en un salón adornado donde las damas que habían atraído sus ojos le dieron la bienvenida con la mayor cortesía. A las excusas que hizo de su atrevimiento le respondieron asegurándole que las costumbres venecianas lo permitían y que, supuesto que su presencia y los sujetos que había nombrado, para quienes traía cartas, aseguraban que era persona decente, tenían mucho placer en que aquella casa fuese la primera en que pusiese los pies.

En breve fueron llegando varios caballeros que frecuentaban la casa, y bien pronto se hallaron todos tan bien avenidos y amigos como si hubieran vivido en intimidad muchos años. Música, baile y juego vinieron a divertirlos en sucesión no interrumpida. Ganó como unos cuarenta ducados Alberto y, habiendo logrado una cita para la mañana siguiente de la joven a quien le había tocado obsequiar aquella noche, se retiró loco de contento a su posada, jurando en su corazón que Venecia era el verdadero Paraíso en la tierra.

Habiendo visitado al banquero en cuyas manos tenía sus fondos, la curiosidad le sugirió hacer algunas preguntas sobre la casa que había visitado la tarde antes. La respuesta, aunque bien intencionada, le fue muy poco agradable. Por ella supo que la casa, aunque no de la peor clase, tenía pésima fama en la no escrupulosa Venecia.

-Tened cuidado con el bolsillo- concluyó el banquero.

-Hombre mezquino -dijo entre sí Alberto-, siempre pensando en el dinero... Pero las doce son, y es tiempo de ir a encontrar a mi Giannetta al salir de misa, en la Plaza de San Marcos.

Más segura que el mismo reloj de San Marcos nuestro alemán halló a su hechicera en aquella confusión prodigiosa y animada de gentes de todas naciones, cada cual en su traje propio, cada cual hablando su lengua, y todos alegres y confiados corno si se hallaran en su país nativo.

Ni es necesario ni acaso sería posible seguirlo en el laberinto de disipación y placeres en que se perdió de vista a sus correspondientes mercantiles. Seguíanlo, a lo lejos, los penetrantes ojos del banquero, quien por el hilo de sus cuentas descubría en qué estado se hallaba el ovillo de su bolsa y cuán pronto tendría que devanar la última vuelta. El incauto Ricardo se apercibía de esto mismo, y aun los compañeros y cómplices en sus desbarros no tenían muchas dudas sobre la catástrofe que se acercaba.

 
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Intrigas venecianas de José María Blanco White   Intrigas venecianas
de José María Blanco White

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