-Cuatro mil ducados fueron puestos ayer a vuestro haber, pero sin nombre. El sujeto que los entregó no quiso decir de dónde venían.
-Poco importa -dijo Alberto-; supuesto que son para mí, os estimaré me mandéis quinientos a mi posada.
-Así lo haré sin falta -concluyó el banquero.
-¡Bendito fraile! -Exclamó
entre sí el alemán- ¡Santo más milagroso que ninguno
de los que yo trataba en otro tiempo de lisonjear con misas!... Pero ¿en
qué diablo de zambra me ha metido? ¿Cómo saldremos de ella?
No hay que olvidarse, amigo Alberto, que aquí en Venecia desaparecen los
hombres como por escotillón, y pudiera ser... Pero ¿a qué
acongojarse antes de tiempo? Si yo cumplo con mi comisión, no tengo por
qué temer. ¡Oh Giannetta, Giannetta, taimada y poco de fiar eres,
pero no puedo vivir sin ti! Ánimo, y vamos a su casa.
El oro es el metal más prodigioso
que ha formado la naturaleza. Su influjo se extiende a distancias
increíbles. Con tal que un hombre tenga a su mano una buena porción de este mineral prodigioso, le veréis el reflejo en la cara aunque él se halle a un cabo y su tesoro al otro del diámetro de la tierra. Una tira de papel encantado lo transporta en poco minutos a su faldriquera; los demás hombres sienten el poder oculto del metal, y hasta las selvas y peñas le abren paso. Como Giannetta no tenía la menor semejanza con montes ni riscos en cuanto a dureza, aunque se les parecía algo en lo enmarañado de su carácter, no es extraño que los cuatro mil de pico, que esperaban tranquilos la firma de Alberto para volar a las blancas manos de la tal niña, obrasen una mudanza completa en la determinación de no verlo más. Al entrar inesperadamente en la sala, se empezó a aglomerar una especie de nube sobre las negras cejas de Giannetta. Pero no bien hubo Alberto anunciado que su antigua amistad no le permitía dejarla ignorante de la honradez de uno de los deudores de su padre, que le había enviado una considerable suma sin que él la pidiese ni la esperase, ni la primera sonrisa con que la primavera anuncia la huida del invierno es más placentera que la que congratuló a Alberto por su buena fortuna.
Pasados los primeros raptos de
alegría, no pudo menos nuestro héroe que empezar a sentir lo dificultoso de su encargo. Presuroso y empeñado en no perder tiempo, al día siguiente empezó a dedicarse a Elvira con achaque de la amistad desinteresada que el ser obsequiante de su hermana requería. Poco, empero, agradaban a Giannetta estas filosofías de amistad y desinterés. Celosa, naturalmente, de su hermana, rival oculta a causa de la ambición que le hacía envidiar el cortejo de un hombre tan poderoso en Venecia como Mocénigo, la sospecha de que hasta su casi desplumado alemán parecía inclinarse al imán principal de la casa puso el colmo a su enojo y la determinó a no guardar término a su venganza.
Jamás había Alberto hallado
a su Giannetta más que meramente placentera. ¡Cuál
sería su placer cuando la vio ahora con todos los síntomas de
enamorada! La primera indicación de esta mudanza fue el pedirle celos.
¡Celos, pedidos por una querida! ¿Dónde está el
hombre que no se ha saboreado con el primer trago de esta copa engañosa,
agradable y picante en la superficie, y más amarga que acíbar en
el fondo? Bien conocía Boscán este sainete del amor cuando en sus planes de felicidad contaba el que su amada.
«... Alguna vez me pida celos, con
tal que me los pida blandamente».