Diciendo estas palabras, se arrojó al cuello de Alberto, que, desmayado a fuerza de sus dolores y de los encontrados afectos que la escena toda había excitado, yacía más muerto que vivo en los brazos de los que lo custodiaban.
El presidente dio sus órdenes en
secreto. Vendaron los ojos y ataron atrás los brazos del fraile, y, poniéndolo en un góndola con el desfallecido o moribundo Alberto, los desembarcaron junto al puente llamado de los Suspiros, que conduce a las prisiones de Estado. Abiertas que fueron las puertas que conducían a dos calabozos subterráneos, y, observando Fray Gregorio que los iban a separar, exclamó con vehemencia:
-¡Dejadme abrazarlo por última vez!
Esta súplica quedó sin otra respuesta que una débil voz que se retiraba diciendo:
-¡Oh, no nos separéis! ¡Permitidme morir con mi padre!
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