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El empeño de Mocénigo y su partido era implicar a Galeotto en el crimen de conspiración contra su persona, que, como inquisidor de Estado, era sagrada por las leyes. Para esto bastaría que Alberto declarara que Fray Gregorio era quien lo había comisionado. Pero, a pesar del más severo interrogatorio, el alemán persistía en que no le era posible reconocer al religioso que le había hablado. Determinóse, pues, por los Diez que, a la noche siguiente, se verificase un careo después de haber examinado los papeles de Alberto, de que los esbirros se habían apoderado.

El reloj de San Marcos había sonado la media noche, cuando Fray Gregorio y Alberto fueron conducidos al Tribunal de los Diez, entrando por puertas diferentes. Las colgaduras de paño negro, los vestidos del mismo color que usaban los jueces y los ministros del Tribunal disminuían la luz de cuatro velas de cera puestas de modo que diesen de lleno sobre las caras de los presos, a fin de observar la expresión y mudanza de los semblantes. El contraste de la oscuridad general hacía resaltar sus personas de modo que parecían figuras de algún célebre artista que se salían del cuadro. A un lado, algo cerca de la mesa principal, se veía a Fray Gregorio como lo hemos descrito, echada atrás la capucha, los brazos cruzados, las manos metidas en las anchas mangas del sayal y los ojos en el suelo, sin haber echado ni una mirada a los jueces ni al otro preso. Alberto, más atrás, volvía los ojos con una especie de desasosiego, medio atemorizado, medio quejoso, como que le faltaba la experiencia de las desgracias humanas y de lo inexorable de la mala suerte que daba a su compañero compostura. Su edad no pasaba de veintidós años, medianamente alto, ojos ni tan claros como los del Norte ni tan oscuros como los del Mediodía, pero que parecían negros en la luz en que entonces brillaban. El pelo negro y rizado daba realce a una piel que, sin ser blanca, como podría esperarse en un alemán, tenía toda la transparencia que se necesita para que ni lo trigueño domine ni lo sonrosado dé en ojos. Si la expresión del rostro no era de actividad mental ni afectos vehementes, tenía en el mirar pintados el candor y la benevolencia. Su primer impulso fue hablar a los senadores, mas luego le fue impuesto silencio mandándole que respondiese a las preguntas que le harían. La primera fue que dijese el nombre del religioso con quien había hablado en los claustros de San Francisco. Al responder que no lo sabía, le instaron a que dijese si conocía al que estaba presente. Aseguró que no. Repitióse la pregunta tres veces, y, oyendo la tercera negativa, el presidente tocó la campanilla, y Alberto fue conducido fuera de la sala.

-Por lo que hace a vos, Fray Gregorio, vuestro carácter retarda el expediente que probablemente sacará la verdad de boca de ese joven. Confesad, pues, si queréis escapar el tormento que, según parece, se está ya aplicando a vuestro compañero.

 
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Intrigas venecianas de José María Blanco White   Intrigas venecianas
de José María Blanco White

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