No bien había pronunciado el nombre de Mocénigo cuando, a un leve escombrarse del fraile, salieron cuatro embozados de detrás de los cuatro ángulos, en tanto que el fingido religioso puso un puñal al pecho del desgraciado Alberto.
-¡Muerto eres, si hablas o, si haces
la menor muestra de querer huir!
Los cuatro esbirros, que no eran otros que
los que se habían presentado de improviso, le rodearon, y, en breve, se halló en una góndola, donde le vendaron los ojos y aseguraron las manos. Remaba el gondolero en silencio, y guardábanlo absoluto los ministros de la policía veneciana, sin que se oyese por un buen espacio más que el pausado sumergir de los remos y los ahogados suspiros del preso. Puesto en tierra, sin desvendarle, oyó el abrir de puertas pesadas como de fortaleza o palacio y, subiendo por escaleras espaciosas, pero en lugar tan solitario que no daban paso que el eco no repitiese, se halló encerrado en un aposento pequeño, donde, por falta de luces, de nada le servía el que le hubiesen quitado la venda de los ojos.
Aunque Alberto no sabía otra cosa
del fraile con quien un mes antes había hablado que lo que va dicho, la
noticia que dio Giannetta a Mocénigo bastó para que el Tribunal de
los Diez, de que él era miembro, se apoderase de la persona del confesor
de Galeotto, su enemigo. Fray Gregorio de Jerusalem se hallaba, a este tiempo,
en una de las prisiones del Estado. Tenía Fray Gregorio la fama de ser el más retirado de los religiosos franciscanos de Venecia. Faltábale, empero, cierto aire de mansedumbre, sin el cual la mayor austeridad no alcanza a dar opinión de santo. Aun el carácter y circunstancias de su retiro tenían un cierto tono de misantropía que no le conciliaban el afecto de las personas piadosas. Jamás se le vio en el púlpito; en el altar, aunque contemplativo, jamás dio muestras de afectos o ternura; y, en el confesionario, la piel morena y tostada de su rostro, el ceño que un entrecejo poblado le daba, el reflejo de los ojos negros como el azabache, que relampagueaban bajo unas pestañas largas y del mismo color las pocas veces que se levantaban del suelo, y, en fin, hasta el modo de hablar, sentencioso, lacónico y como enojado, ahuyentaban a los penitentes de las clases inferiores, y sólo se le conocían por dirigidos algunos de los principales de Venecia, de quienes parecía huir, no recibiendo ni pagando visitas. La edad de Fray Gregorio tocaba en los cincuenta. Su persona era delgada, aunque naturalmente forzuda. Hasta las más leves huellas de la juventud habían desaparecido en ella, pero de un modo tal que nadie sabría decir si por efecto de una vida penitente o de la violencia de pasiones que le habían carcomido el corazón. De su historia, lo que se sabía en el convento era únicamente que, hallándose algunos años antes en Nápoles como soldado en uno de los tercios españoles, se había retirado del mundo tomando el hábito de los conventuales de San Francisco. Inquieto, al parecer, y deseoso de huir de sí propio, había procurado que lo enviasen a Jesuralem, donde estuvo algún tiempo. Llamado otra vez por sus superiores a Europa, hacía como tres o cuatro años que se hallaba en Venecia, donde su retiro y la agitación interna que parecía ser su origen habían crecido visiblemente. En estos últimos días, y en consecuencia del informe de Giannetta, los espías de Mocénigo que, como confesor de Galeotto, lo tenían por objeto constante de sus pesquisas, habían doblado su actividad en observar sus acciones. Por otra parte, Galeotto no dejaba de tener cierta sospecha de que su plan de ataque había sido descubierto y, creciendo el recelo al paso que se acercaba el día de la cita entre Alberto y Fray Gregorio, concertó con el último que faltase a ella por aquella vez, siendo fácil darle otra si el secreto no había trascendido. En consecuencia de estas disposiciones, Fray Gregorio había salido aquella mañana para hacer una visita en el convento armenio, que ocupa una de las pequeñas islas vecinas a la ciudad. Siguiólo la policía a lo lejos y, cuando vieron que no podían cogerlo hablando con el alemán, como quisieran, prepararon la escena que se ha pintado en el claustro y, al mismo tiempo, aseguraron la persona de Fray Gregorio.