Llegó entre tanto el día en
que Alberto puso su firma a la libranza que daba fin a su caudal, de que hasta
el último sequín había venido a Venecia. Ya había
notado, por muchas semanas antes, cierta frialdad y despego en la joven que
hasta entonces parecía sólo vivir por él y para él.
El festejo que de todos los visitantes recibía, en tanto que con incauta
franqueza dejaba que su continua mala suerte en el juego barriese el
montón de doblones que cada noche apilaba delante de sí al empezar
la banca, se había convertido en cierta especie de mofa sorda y en un
general desvío de los que antes lo rodeaban todo el día. La
pasión loca que había concebido por Giannetta lo devoraba
más que nunca, como si el despecho y los celos la enconasen
convirtiéndola en una especie de fiebre. Varias veces le había
ocurrido en pensamiento de poner fin a la inmensidad de males que se le
presentaban en perspectiva, mas nunca con la vehemencia que cuando el criado que
había enviado a casa del banquero pidiendo una pequeña cantidad de
prestado puso en su mano una esquela que le daba la negativa en términos
poco corteses. Era esto a la caída de la tarde, cuando, llevado de la
engañosa esperanza que como reclamo empeña más y más
en el camino de la perdición a los que se entregan a las pasiones, sin
dejarlos jamás hasta que los derrumba al último precipicio,
Alberto se preparaba a probar fortuna, por última vez, al juego. Esperaba
no menos aclarar las dudas en que lo tenía la conducta de su querida y,
si en ambas cosas lo burlase la suerte, ya había determinado acabar con
su vida aquella misma noche.
En esta agitación y combate de
afectos se hallaba Alberto cuando un gondolero dejó a su puerta un billete en que Giannetta le anunciaba su determinación de no verlo más, alegando razones tan leves y ridículas que no dejaban duda del motivo al infeliz enamorado. Hizo mil pedazos el billete y, pisando los fragmentos, tomó la capa veneciana de noche y, embozándose en ella, se dirigió a un café retirado que los mercaderes turcos solían frecuentar para tomar opio. Compró, al entrar, una porción de este soporífico bastante a quitar la vida a veinte y, retirándose a una de las como celdas en que la sala estaba dividida, se arrojó sobre una silla con el desaliento que generalmente precede al último frenesí de furia en semejantes casos.
Apenas había tenido tiempo para
echar una mirada en derredor cuando una persona cuyo bulto apenas divisó
al pasar echó una carta sobre la mesa y desapareció. La sombra que
había atravesado y el sonido de la carta, que dio de plano sobre la tabla, llamaron la atención distraída y confusa del infeliz mancebo. Fijó los ojos en el sobrescrito y halló que decía: «Al Señor Alberto de Nuremberg, con toda prisa». La extrañeza del caso interrumpió la serie de ideas funestas que sin cesar había ocupado su imaginación durante las últimas veinticuatro horas. Tomó la carta, rompió el sello y halló en ella las siguientes palabras: «¿Qué intentas, joven temerario? ¿Por qué pierdes toda esperanza? El cielo, a quien ofendes con tu desesperación, me ha hecho saber tus desgracias para remediarlas. Mañana cuando oscurezca haz oración ante el altar de la Virgen que está en el claustro interior de San Francisco. -Quien vela en bien tuyo».
Difícil sería pintar la multitud de afectos que estas misteriosas palabras excitaron en el alma de Alberto. El modo con que la carta había llegado a sus manos se le figuraba sobrenatural. La puntualidad con que había venido a atajarlo, cuando ya iba a consumar el suicidio intentado, no podía, a su parecer, provenir sino de cierta persona inspirada. Con tal aviso, a tal tiempo, no era posible pasar más adelante en el intentado crimen.
-El cielo -dijo entre sí-, que tan claramente me ha libertado de mi desesperación, me dará medios de restablecer mi fortuna.