La sorpresa que estas palabras causaron a Alberto le hicieron casi desmayar de nuevo. Mocénigo, volviéndose hacia sus compañeros, dijo, con aire insolente aunque no enteramente exento de compasión al miserable objeto que tenía a la vista:
-¡Quién dijera que, al cabo de tantos años después que aquel villano español me puso a la muerte en Madrid, había su hijo de conspirar con mis enemigos en Venecia!
-Según eso -replicó uno de
los senadores-, vos fuisteis el enamorado que separó a los dos
amantes.
-¡Travesuras de la juventud! -replicó Mocénigo con una sonrisa maligna-. Lo extraño es que, con tener parte tan notable en la historia que este mozo nos cuenta y no obstante haber probado el acero del asesino, jamás le vi la cara.
-¡Veráslo ahora! -exclamó una voz que hizo resonar la sala.
Y en un momento Mocénigo cayó herido mortalmente a los pies del fraile.
Pintar la confusión que se
siguió a esta herida sería imposible a la pluma. Acudieron unos al moribundo y rodearon otros con espadas desnudas al matador, quien, con ojos en que momentáneamente había sucedido el abatimiento a la fiereza, volviéndose hacia donde estaba Alberto, exclamó:
-¡Dejadme, dejadme abrazar a mi hijo, al desgraciado hijo a quien sin conocerlo he traído a tan miserable estado, y haced de mí lo que quisiereis!
Al decir esto, arrojó en el suelo, destilando sangre, la cabeza y brazos de la cruz que acostumbraba a llevar entre el cordón y el pecho, y cuya parte inferior servía de vaina al puñal con que había herido a Mocénigo.
-¡Oídme, señores, por
pocos momentos antes que me conduzcan a la muerte lenta y horrible que de cierto
me espera! ¡Si la parcialidad de Estado no os cierra los oídos a la
voz de la naturaleza, confesad que el hombre a quien he quitado la vida no me ha pagado con ella ni la mitad de los males que me atrajo con sus viles intrigas! Ese hombre cruel, separándome de cuanto más amaba, me obligó a andar errante y mezclado con los forajidos de España por más de dos años después que escapé de la fortaleza donde me hizo encerrar su influjo. La narración de ese desdichado a quien he venido a reconocer por hijo, cuando yo he sido el instrumento indirecto de reducirlo a un estado en que la muerte debe serle apetecible, ha puesto ante mis ojos todas las maquinaciones con que ese vil hombre causó mi ruina. Suyas sin duda fueron las cartas falsas que, estando aún en prisión, me informaron que mi mujer había consentido a anular legalmente nuestro casamiento y falsificada debió de ser la firma de la desgraciada a quien creí traidora. Atrevíme a entrar de noche en Madrid y atraje sobre mí la persecución más violenta de resultas de haberlo herido. Acogíme a los montes, con los bandidos, hasta que, horrorizado de mí propio, me embarqué disfrazado para Jerusalem, donde tomé este hábito. Habíanse ya casi borrado las huellas de la pasión violenta que me hacía ansiar por venganza, cuando la desgracia, o mi destino, me obligó a vivir en Venecia. La vista diaria de mi enemigo renovó mis antiguos odios. Traté de causar su ruina, aunque no por medios violentos, si fuese posible evitarlos. ¡Qué me importa ya ni el mundo ni mi propia vida! A no ver a ese desgraciado objeto, a ese hijo a quien he venido a reconocer a las puertas de una muerte cruel y violenta, el placer de mi venganza me haría triunfar de vuestros verdugos.