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Mi padre, llevado de la vehemencia de su
carácter, propuso un casamiento secreto, y mi madre, aunque no ignorante
de las funestas consecuencias que para entrambos podían resultar del
enojo de la Reina, cedió su mano y su persona. Un año había
pasado sin que la imprudente conducta de los jóvenes esposos tuviese
resultas que obligasen a descubrir su enlace, cuando un embajador extranjero, cuyo nombre y patria verdaderamente ignoro, concibió tal pasión por la bella alemana que cuanto influjo poseía (y era grande, por su carácter diplomático) lo convirtió en instrumento de conseguirla por mujer. Halló desdén donde no lo esperaba, y, mezclándose el resentimiento con el deseo, se convirtió en persecución lo que al principio fue cortejo. La Reina misma se empeñó en persuadir a mi madre y en proporcionar al embajador ocasiones en que ganase su afecto. No se daban estos pasos sin que su marido los observase y, como, por temor de que su vehemencia y ardimiento le hiciese declarar su enlace exponiéndose a la pérdida de su empleo, mi madre le ocultaba la propuesta del embajador, se envenenaba su pecho con los más funestos aunque ocultos celos. Mal aconsejada al fin por su azorada imaginación, determinó fiarse del honor de su enamorado perseguidor y, en una de las visitas en que las instancias del extranjero subieron al más alto punto de ardor, mi desgraciada madre se echó a sus pies rogándole que no la afligiese, pues estando casada de secreto en vano solicitaba su amor. Disimuló el malintencionado amante y preguntó el nombre de su afortunado rival; díjoselo mi madre y creyó que en aquel punto habían concluido sus males. Pero esta confianza fue el verdadero principio de sus desgracias. Un casamiento clandestino en palacio, cuando acababan de ponerse en toda su fuerza las leyes civiles y eclesiásticas que lo prohíben, era delito que el Rey no podía perdonar. Apenas habían pasado veinticuatro horas, cuando mi padre fue conducido al Alcázar de Segovia y mi madre encerrada en un convento. Desde aquel instante cesó toda comunicación entre los desgraciados esposos. Mi padre, no sé cómo, logró escaparse de su prisión, y ni mi madre ni ninguno de sus parientes supieron jamás su paradero. A poco tiempo de estar en las Descalzas Reales, mi madre percibió que lo era y, comunicando su estado a la Reina, recobró su libertad, aunque no su honra, que por la severidad de las nuevas leyes sólo podía quedar limpia por medio de un casamiento solemne con el autor de mi existencia. Confiaba en la nobleza de su esposo que no la abandonaría, pero al cabo de dos años de temores y esperanzas tuvo que conformarse con su desgracia y, jurando no volver a pronunciar el nombre de quien tan cruelmente la había abandonado, se volvió a Alemania, donde pasó el resto de sus días con su hermano, quien me adoptó por hijo. Allí murió pocos años ha, habiéndome confiado mi historia pocos días antes de su muerte. -Según lo que oigo -dijo a esto Mocénigo-, vuestro verdadero apellido es Guevara. |
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