-¡Oh! -dijo el presidente-; semejantes secretos no se admiten en este sitio, a no ser como agravación del delito en que estáis implicado. El impulso viene sin duda de mas alto, y, apenas hayan pasado veinticuatro horas, cuando el tormento os hará decirnos lo que sabéis de vos mismo, ya que no ha bastado esta noche a haceros reconocer a este religioso.
-¡El tormento otra vez! -dijo
Alberto con voz que el terror enronquecía. Señor -continuó dirigiéndose al presidente, en tanto que las lágrimas corrían hilo a hilo por sus descoloridas mejillas-, si no habéis nacido de las piedras, si los pechos de una madre os alimentaron en vuestra infancia, no me obliguéis a romper el juramento que hice a la mía, ¡mujer desgraciada!, cuando estaba para expirar. Contentaos con saber los hechos de la triste relación que me hizo al darme su bendición postrera y no me preguntéis los nombres.
-Oigamos la historia -contestó el presidente-, que luego sabremos cómo sacar los nombres en claro.
Sentado como se hallaba Alberto, con labios más moreteados y trémulos que cuando salió del tormento, y sin la menor acción, por hallarse sus brazos sin poder ni movimiento, contó su historia de este modo:
-Mi madre fue a España, cuando
apenas tenía seis años, con la suya, que en calidad de azafata de
la Reina la había seguido desde Alemania. La belleza de su persona y la gracia de sus modales hicieron a mi infeliz madre el encanto de la corte apenas dejó el convento en que se educó bajo la protección de la Reina. Más bien por afecto que por su empleo de camarista su señora apenas la perdía de vista, complaciéndose en tenerla a su lado hasta que, como intentaba, pudiera darla en casamiento a uno de los magnates de la corte. Mas la suerte había hecho que la bella alemana (así la llamaban comúnmente) fijase la vista en uno de los caballeros jóvenes cuyo empleo le obligaba a vivir en Palacio cerca de la persona del Rey. Era el enamorado de familia noble, como lo denotaba la cruz de Santiago que llevaba al pecho, y había mostrado en varios encuentros un temperamento tan fogoso que a no ser por lo agradable de su persona y la finura de su cortesanía, que le ganaban el afecto del Monarca, más de una vez estuvo para perder su empleo. No es del caso contar por qué trámites creció el efecto de una parte y otra a pesar de las dificultades que la etiqueta de palacio ofrecía a cada paso. El trato, aunque a hurto, era diario, y cuando los amantes no podían hablarse no les faltaban ocasiones de entenderse por papeles.