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¡Nacer, vivir y morir en la misma casa!

(Sainte-Beuve), Consolations, VIII.

I

El veranillo de San Martín está a punto de acabarse. El monte Redón se vela ya a la puesta del sol de bandas de bruma que le envuelven en una atmósfera húmeda y pesada. Los campesinos, sorprendidos por él repentino crepúsculo, y, con paso sonoro, a través de la roca dura, se vuelven a su aldea. Y ora vengan de Aigues Vives, ora de Borie, esos hombres, de alma poco abierta de ordinario a las bellezas de la Naturaleza, tienen ante la vista, mientras caminan, el más pintoresco y armonioso panorama que se puede imaginar. Por cualquier parte que extiendan sus miradas, ven la llanura, esa tierra de promisión de la gente de la montaña; la llanura, con la línea vaporosa de su horizonte, que hace ver muy próximo el infinito del mar; la llanura, con sus ondulaciones de colinas y de laderas, donde brillan, como minúsculos puntos claros en la bruma, las agrupaciones de casas de las aldeas, y donde se retuercen a veces, como nubes de un cielo inferior, los penachos de humo que, en el aire tranquilo y frío, parecen el aliento de algún gigante en marcha hacia no se sabe qué conquista.

Casi en el límite del horizonte, en un montículo que domina al Bitterois, la catedral de Saint-Nazaire eleva orgullosa su maciza torre por encima del Orb, perezoso entre sus laderas de verdor.

A sus pies y pegada a las vertientes abruptas de una montaña que la abriga de los vientos helados del Norte, Cabrerolles ordena sus pobres habitaciones de tierra y tejas manchadas de húmedo musgo y vive al lado de su flaco y tortuoso arroyo, el Taurou, en el aislamiento huraño de sus rocas y en la paz de su vida laboriosa.

Las ruinas de un castillo, que se apoyan en una cresta cercana, despiertan allí el recuerdo de un pasado gloriosamente dormido; y la capilla, de la que no queda más que, la torre derrumbada de un campanario, la bóveda romana del coro y los arcos truncados de la nave, parece, conmoverse aún con los rezos y los cánticos de otro tiempo, cuando pasa el viento entre las hojas de las verdes encinas brotadas en las losas del santuario abandonado. La hiedra silvestre tapiza los muros que quedan en pie y retiene con sus raíces las piedras mal sujetas, mientras que, adherida a las ventanas abiertas a todos los vientos, la, clemátide -vidriera de verdor y de flores,- tamiza místicamente en el buen tiempo la crudeza de la luz.

 
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