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-Lo he notado como tú; pero, si Pedro pensase más en sus campos y en su trabajo...

-No son esos pensarmentos los que le embrujan, Domingo. Un mozo como Pedro no languidece así por un día de cavar, aunque sea en el Peyral... Bien ha trabajado antes de ir al regimiento... Pero hay cosas que levantan de cascos y alteran el corazón más, seguramente, que la ciudad y que un campo que arar...

-¿ Pero qué cosas, vuelvo a repetir ?

-Habría que preguntáselo a Pedro... y también a la que...

Domingo abrió sus grandes ojos asombrado,.

-¡Acaso-dijo,-Pedro estará! ...

Se abrió la puerta, y Gosa, la abuela, apoyada en su bastón, arrastrando las cansadas piernas y con la cabeza vacilante, entró y se dirigió a la chimenea. Aunque octogenaria, Rosa Reynal llevaba valientemente el peso de los años y no parecía tener gana alguna de abandonar sus derechos a la existencia. A pesar de la debilidad de sus piernas seguía activa y no se desdeñaba de ocuparse, en la medida de sus fuerzas, en algunos trabajos del interior de la casa cuando Natalia, su hija, iba al bosque a recoger la cosecha de castañas. En tiempo ordinario, sin embargo, se sentaba en invierno en una silla baja junto a la gran campana de la vasta chimenea de la cocina, y allí, con la punta de sus agujas, hacía media bastante ligeramente aún, a pesar de la deformación y del temblor continuo de sus dedos. En verano, y aun en los primeros días buenos de la primavera, salía al sol y seguía su trabajo de punto. Con la cabeza, cubierta, según la costumbre del país, con un pañuelo de color anudado bajo la descarnada y oscilante barbilla, permanecía inmóvil y en una actitud de serenidad que le hacía parecer el genio de un antepasado contemplando con sus ojos medio cerrados las fértiles laderas y las negras masas de las encinas de la montaña. Un poco dura de oído su único achaque; no percibía siempre, claramente todas las palabras; pero su viva mirada suplía ese defecto y, de una ojeada, comprendía con frecuencia el sentido de la conversación. Rosa era buena e indulgente con los demás, y Domingo, su yerno, la veneraba y la rodeaba de un afectuoso respeto. Domingo Combals no ernprendía nada sin consultar a Rosa, y siempre se encontraba de acuerdo con ella.

Natalia no era así, porque, poco inteligente, no había sabido ensanchar el horizonte de su pensamiento ni el de su corazón al contacto de Domingo y de Rosa.

 
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