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Unos años después, Pedro se fué al regimiento, y durante los tres años de permanencia en el cuartel, entregado, a ocupaciones que no le recordaban en nada los trabajos del campo, se fué ablandando progresivamente. Bajo influencias malsanas, perdió su fuerza y su energia primeras, su inteligencia se atrofió, como sus músculos y sus nervios, y pareció que de día en día iba perdiendo el fuerte perfume de la tierra que llevaba al entrar en la guarnición.

Cuando llegó la hora de volver a Cabrerolles, si por una parte, se alegró de volver a ver el techo paterno, de encontrar las rudas caricias de su, madre, la cálida ternura de Rosa y las palabras fraternales de Juana, lo alarmó en seguida, el género de vida que tendría que hacer ya durante toda su existencia de hombre. La permanencia en la ciudad había, dado sus frutos perniciosos y dejado en él su huella. Ciertamente, la piel, de sus manos era ahora menos rugosa y más blanca; pero sus manos sabrían manejar peor el azadón y dirigir con menos firmeza el timón del arado. Su voz era más dulce, pero sabía mejor el arte de disimular el pensamiento. Su cuerpo tenía más agilidad y más gracia, pero sus músculos estaban blandos y sus nervios sin energía. Su iniaginación se había ensanchado, pero la llenaban por entero las malas imágenes y su corazón era menos confiado como su mirada menos pura y menos claro el fondo, de sus ojos. Había, visto, ciertamente, más hombres y más cosas; pero amaba menos, si no a los suyos, por lo menos a su país, a sus montañas y a sus campos.

Domingo había echado pronto de ver el cambio que se había operado en el cuerpo y en el alma de su hijo, pero esperó que el aire de Cabrerolles restablecería pronto el equilibrio. Y dos días después de su llegada se le llevó a trabajar con él al Peyral, a una hora de marcha de la aldea.

El azadón pesaba en el hombro de Pedro y las rocas del sendero estorbábanle al andar detrás de su padre, cuyas piernas, a pesar de la edad, se contraían musculosas y resistentes por las cuestas del camino. Domingo, divertido y burlón, seguía sus gestos y se volvía a veces para criticar su lentitud.

E1 padre y el hijo llegaron al Peyral.

¡Ah! aquella tierra del Peyral que Domingo se obstinaba en trabajar contra la opinión de todo el mundo... Pedro la hubiera, dejado tal como estaba, con su espesura de arbustos espinosos, sus matas de espliego, sus montones de rocas, con su tristeza de matorral uniformemente verde y con su aislamiento en plena montaña. Cuando el joven se inclinó sobre la tierra pedregosa y dió unos golpes con el azadón, que arrancaran chispas de cada piedra, sintió que le mordía los riñones una irritación de fuego y un grito ahogado le agujereó la garganta.

Terminado el día con mil trabajos, Pedro volvió a su casa arrastrando las piernas. Apenas entró en la cocina, se durmió rendido, con los codos sobre la mesa y sin tocar la cena. Después, despierto por su madre, tragó glotonamente unas cucharadas de sopa y se subió a su cuarto, donde cayó como una masa en la cama y durmió concienzudamente hasta el alba.

 
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