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Y tranquilizado por esa afirmación personal, subrayada por un movimiento voluntarioso de la cabeza, Domingo arrojó la reja, salió de la cuadra y entró en la cocina con un farol en la mano, pues la noche había cerrado.

-Buenas noches, Natalia, "y la compañía" -dijo cerrando, la puerta de la cocina.

Era costumbre de Domingo Combals saludar al entrar en una casa al dueño ó dueña y a la compañía, aun ausente, y lo hacía de ordinario con expresión ancha y franca en la que había buen humor, bondad y gravedad ; tan sonoro, profundo y afectuoso era el timbre de su voz. Y aquello sentaba bien a su carácter. Como muchos campesinos, había conservado de la juventud una alegría sana y de buen género; que sesenta y cinco años de experiencia de la vida no habían hecho más que, templar con un poco de indulgencia sín reprimir sus impulsos ni su franqueza. Pero aquella noche la alegría no había podido sonar en su saludo, y algo triste y secretamente doloroso había debido de pasar por sus palabras, pues Natalia, ocupada debajo de la chimenea en atizar un fuego de leña de castaño, se volvió bruscamente, con el fuelle, en la mano, y le miró con sorpresa. Lentamente, en voz baja y hasta un poco bruscamente, Natalia respondió inclinándose de nuevo hacia el fuego, donde al lado de la ceniza caliente acababa de hervir el cotidiano cocido de patatas :

-Buenas noches, Domingo.

Combals dió un soplo al farol y se sentó a un lado sin decir nada. Con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las palmas de, las manos, miraba alternativamente la llama que danzaba entre los leños del hogar y a su mujer,que iba y venía por la pieza llena de un sabroso olor de, féculas. El labrador estaba al mismo tiempo deseoso de hablar é indeciso. Natalia, indiferente, en apariencia al menos, paseaba por las anchas losas sus zuecos pesados, cuyo ruido era lo único que rompía la monotonía del silencio en la cocina apenas iluimnada por el resplandor del hogar. La mujer andaba de prisa levantando menudas partículas de hierba con el aire de la falda; y su espesa sombra se aplastaba en la pared, mientras que las puntas del pañuelo que le cubría la cabeza tropezaban, como dos alas de murciélago, en las vigas ennegrecidas del techo.

 
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de Paul Béral

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