-Al contrario, hay que hablar de ella- respondió Combals con cierta rudeza.
-Te digo, Dorningo, que más vale callarse repitió obstinadamente la Combals.
Tozuda y astuta, Natalia no quería
hablar más, y nada del mundo hubiera podido determinarla a ello, al menos en el presente. Pero conservaba en el fondo de sí misma una vaga esperanza de desquite, cuando hubiera llegado su hora. Campesina a quien el contacto de Do- mingo, más inteligente que ella, no había podido afinar, cerraba los ojos a todo resplandor de razón y los oídos a toda palabra de cordura, para vivir con su obstinación, aun al precio de una grave injusticia.
Seguramente, no estaba aún cierta
de, los hechos de que acusaba a Juana; pero no la quería ya, porque con ese instinto de los aldeanos, hecho tanto de astucia como de desconfianza, había adivinado en aquella joven una enemiga irreductible y más difícil de combatir porque era mujer como ella y como ella campesina. Juana tenía además su juventud, la frescura de su tez y el encanto de su sonrisa, y esto sólo era ya demasiado.
Por esto la Combals se había sustraído astutamente a toda explicación con su marido.
Como casi todos los campesinos, ignoraba el arte de decir valiente, recta y claramente su pensamiento. No daba nada a entender y todo lo dejaba adivinar. Y Domingo, más emocionado de lo que dejaba aparentar, tenía miedo de adivinar lo que había dentro de las palabras de Natalia.
-Bueno- dijo,-no hablemos más de Juana, puesto que más vale no hablar... Pero, ¿y Pedro? ¿No ha vuelto aún del Peyral?
-Pedro no puede tardar... a no ser que se detenga también en el establo -respondió Natalia sin interrumpir su tarea.