-No- afirmó resueltamente Natalia, -Juana no es mi hija, y bien sabes que lo es de...
Domingo no la dejó acabar. Había visto el gesto de desprecio de su mujer, comprendido todo su pensamiento, y terminó él mismo la frase solemnemente:
-...La hija adoptiva de Domingo y de Natalla Combals ante Dios y ante los hombres.
-Sí, una deuda más que nos han dejado al morir su padre y su madre- dijo fríamente la Combals.
-Una deuda del corazón, una deuda sagrada, Natalia, acuérdate.
Domingo no pudo sospechar todo el odio que fermentaba en el corazón de su mujer, al oir esas palabras que dejaban adivinar tanta amargura concentrada. No ignoraba ciertamente que la Combals no era siempre tierna ni dulce para Juana, pero no podía creer que Natalia hubiese llegado ya a no quererla considerar en su corazón como su propia hija.
¿Qué había pasado?
¿Qué acusación tenía que hacer Natalia a Juana? ¿Qué sospecha se cernía sobre la frente de aquella joven? Domingo quería saberlo y, de repente, se irguió severo y con alguna solemnidad. Bien podía hacerlo, él, Combals, el hombre probo, y recto, sobre cuya conciencia no pesaba ni el grano de polvo de una palabra dicha ligeramente acerca de otro; Combals, el orgullo de Cabrerolles y a quien, a pesar de su edad más avanzada que los otros campesinos, todo el mundo llamaba el maestro Combals por la rectitud de su conducta, por la dignidad de su vida y por su fiel é invencible adhesión a la tierra de sus antepasados.
-Natalia- dijo con voz lenta; hoy, por primera vez, pasa una nube entre nosotros. Hay que disipar esa nube. Tenemos que ver claro en nuestros pensamientos y en nuestras ideas... ¿Qué reproche tienes que hacer a Juana? Reflexiona y habla.
Asombrada, al ver a su hombre dirigir
hacia ella su cara enérgica, en la que brillaban dos ojos claros y francos como el sol; extrañada, al oir que su voz temblaba ligeramente; sorprendida y emocionada también, al ver a Domingo Combals erigido ante ella en juez, cuando nunca, le había visto a su lado más que como marido bondadoso y siempre condescendiente, Natalia perdió su aplomo y recurrió a una cobarde escapatoria :
-Y bien, Domingo, no hablemos más de Juana, puesto que te disgusta.