Domingo, cuya cara estaba bañada
por el resplandor, reflexionaba preocupado, y cuando Natalia, al pasar junto a él, le envolvía enteramente en su sómbra, no se distínguía de su cara más que dos puntos ardientes que miraban con fijeza. Veinte veces había abierto la boca, pero no se había decidido a hablar por temor de lo que tenía que decir, que podía provocar una nueva querella. Y, sin embargo, él no podía permanecer así, con una sospecha en la mente y un malestar en el alma. Por fin, levantando el busto, y recostándse en la silla, dijo con voz que quería ser firme, pero que temblaba un poco.
-¿Y la abuela Rosa, dónde está?
-En el establo -respondió Natalia.
-¿Con Juana, entonces?
-Si es que Juana está allí.
Domingo comprendiló por
éstas respuestas breves que su mujer le guardaba rencor por las palabras vivas que había pronunciado por la mañana, pero no quiso que subsistiese un motivo de discordia. Bueno, como la abuela cuyo nombre venerado acababa de pronunciar, indulgente como ella y sufriendo en lo más vivo de su corazón por la pena que hubiera podido causar a su alrededor, se levantó resueltamente, tomó con dulzura un brazo de Natalia y la miró sonriendo.
-Es preciso, Natalia- dijo; que los muchachos no echen de ver esta noche que la discordia ha entrado en casa de los Combals.
-¿Qué muchachos? -preguntó duramente Natalia.
-Pedro y Juana.
-Pedro, sí... En cuanto a Juana...
-Y bien, Juana...
-Juana no es mi hija.
-Sin embargo, hace quince años que te llama madre...