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Un escarpado sendero pasa por la base de esas ruinas y costea un precipicio en cuyas orillas sa agarran desesperadamente las matas de tomillo, los espinos y las encinas.

Por aquel sendero de, las ruinas caminaba pesadamente, Domingo Combals, cuando volvía de su campo del Rasclet, un minúsculo rincón cuyas tapias desportilladas acababa de reponer.

Alto y delgado, Ojos azules vivos y claros y la cara siempre recién afeitada, pero tostada y curtida por el sol, Domingo caminaba con la azada al hombro, el sombrero de alas torcidas bien encasquetado sobre el blanco y recio cabello, la camisa abierta y la chaqueta desabrochada por el pecho, despreciando el agrio viento y la húmeda niebla que bajaba de las montañas. Absorto en sas pensamientos, no se fijaba ni en la sublimidad del espectáculo que se ofrecía a sus ojos ni en la severa poesía que el último rayo de sol imprimía en lo alto de las ruinas.

Caminaba con la vista baja y las piernas arqueadas por las rocas escurridizas y repasaba en la rnemoria las fases de la discusión que había tenido aquella rnisma mañana con Natalia, su mujer. A pesar de todo el esfuerzo de su voluntad, no podía impedir que una dura arruga se imprimiese profundamente en su frente, al recordar las palabras secas de Natalia, diciéndole al oído la letanía de sus fútiles motivos de queja. Y los incidentes de esa querella, los mil detalles insignificantes de los gestos y del metal de voz, le mortificaban el corazón y le hacían daño en lo que había para él más querido y más sagrado.

Así pensando, Domingo Combals llegó a su casa más cansado que de costumbre, y él, que no tenía siempre más que una prisa, la de descansar, terminado el día, al lado de la humeante chimenea, viendo ir y venir a su compañera, anduvo dando vueltas por las cuadras, arregló mil cosas, sin motivo aparente, y se ocupó en examinar objetos fuera de uso, a los que en otra ocasión no hubiera dedicado una mirada. Hacía un momento, mientras tenía en la mano una reja de arado, mohosa é inútil, se le había oído murmurar como respondiendo al pensamiento que, le atormentaba :

-No, Natalla se engaña... Pedro no tiene repugnancia a la tierra... Pedro no abandonará los campos por la ciudad.

 
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