Domingo Comba1s era en Cabrerolles el tipo
viviente de la tradición y de la fidelidad al campo paterno. Los Combals
se transmitían de generación en generación, hacía
siglos, el patrimonio de tierras y de casas, como los corredores antiguos se
transmitían la antorcha de mano, en mano. Nacido de una familia de hombres justos y probos, quería legar esa herencia de honor a su hijo Pedro. Domingo había formado con sus propias manos a aquel hijo, venido al mundo con retraso. Le había enseñado a bastarse a sí mismo en los trabajos de los campos que fortifican los músculos y templan la voluntad, y, cuando llegaba el momento, a descansar de las fatigas con el estudio, en la contemplación de la Naturaleza y en los placeres honestos permitidos a su edad y a u condición. Domingo había llevado a Pedro, muy joven aún, a las montañas, a los agrestes desfiladeros, a las escurridizas gargantas, y le había enseñado a escalar las pendientes abruptas sin dar malos pasos, a saltar grietas y precipicios a agarrarse a los arbolillos y a distinguir, entre ellos, los que resisten al esfuerzo, de los que se rompen en la mano, come, leña seca. Con los peligros que el cuerpo afronta y sabe superar, se viriliza el alma y adquiere costumbres de energía. Después de haber formado así a Pedro en lo físico, le había formado en lo moral. "Admira y ama, le decía con frecuencia, los paisajes que te ofrece la tierra natal; son bastante bellos para que no los busques mejores en otra parte. Estos deben bastarte." Esta era toda su enseñanza. Y Pedro se llenaba los ojos, el alma y la cabeza, de la agreste poesía, grande y sublime, que se desprendía del espectáculo. Hacia un punto del espacio, uno solo, no dirigía nunca Domingo sus miradas. Pero un día, queriendo completar la educación de, Pedro, fijó la vista en eso lado misterioso del horizonte, y dijo a su hijo, poniéndole una, mano en el hombro, mientras que con la otra le mostraba la extensión: "Allí está la llanura, donde se encuentran las ciudades acaparadoras de hombres y en cuyas ruidosas calles acecha siempre la tentación. Ve a ellas, cuando sea necesario, pero no vivas allí jamás. Piensa que reinan en ellas el desorden y el mal. Debes ser fiel ante todo a tu país natal."
Pedro volvió aquel día a su
casa muy emocionado por las palabras de su padre. Reflexionando sobre ellas, no
podía menos de compararlas con las que su madre le había dicho unos años antes y le repetía aún misteriosamente al oído. "Allí, en la llanura, están el desorden y el mal", había dicho Domingo; "allí están la dicha y la salvación", le aseguraba Natalia. ¿Cuál de las dos voces decía la verdad? Al joven le impresionaba la primera y le atraía la segunda.
De un carácter débil y
tímido, que no le venía ciertamente de su padre ni de su madre, Pedro necesitaba el latigazo de una impresión personal para tomar una resolución firme y duradera.