Y, sin embargo, soñaba con hacer de
su hijo, más que un montañés, más que un campesino,
un caballero. Ambicionaba para él una plaza de, empleado en una ciudad,
pues para ella el más modesto dependiente de las grandes poblaciones estaba cien codos por encima de un campesino. Con esa intención, había hecho ir a Pedro a la escuela desde, muy joven y le había obligado con toda su energía y con toda su autoridad áspera y ruda a dirigir sus esfuerzos hacia el fin que ella juzgaba más alto y más digno de un Combals. Por un despreciable cálculo, había, envilecido a los ojos de Pedro la condición de los labradores, le había exagerado la miseria de su vida y héchole tener lástima de la estrechez de sus aspiraciones. Cuando Pedro cumplió quince años, quiso enviarle al colegio de Beziers. Por fortuna, Domingo velaba y se opuso a su partida. "Pedro sabe leer, escribir y contar -dijo- "y esto basta para hacer fructificar los bienes" de los Combals. Lo que necesita la tierra son "brazos inteligentes y no ideas huecas de pedantes." Por un instante rugió la rebelión en el corazón de Natalia, pero con un gesto, con una palabra, Domingo redujo la cólera de su mujer: "Pedro se quedará en los campos; es mi voluntad."
Desde aquel día, Pedro dejó
la escuela, del pueblo y acompañó a su padre a las viñas para aprender a manejar hábilmente el azadón, a llevar con mano firme el timón del arado y a dirigir fuerte y rectamente la reja.
A los dieciocho años estaba Pedro
formado. ¿Podía ser de otra manera cuando su padre le daba tales ejemplos de energía, y de resistencia a las fatigas de todos los días? Cualquiera que fuese, en efecto, el tiempo que hiciese, se los veía a los dos marchar por los caminos pedregosos y dirigirse, a sus campos. Gracias a sus esfuerzos reunidos y juiciosos, las tierras se hacían fértiles y les daban centuplicado el precio de su trabajo y de sus sudores. Se hablaban poco por el camino, pero Domingo Combals, de alma elevada y abierta a todas las bellezas, a pesar de su exterior rudo de montañés, no perdía ni una ocasión de abrir la joven inteligencia de Pedro a todas las grandezas y a todas las no blezas del campo natal. La Naturaleza, esa primera madre de los campesinos, la daba, con sus mil aspectos siempre nuevos y siempre bellos, el tema ordinario de las cortas enseñanzas que transmitía a su hijo. Su palabra, de ordinario breve y sentenciosa, tomaba entonces amplitud y hasta se hacía lírica y un hombre instruido, que le hubiera escuchado, se hubiera sorprendido al observar aquella inteligencia natural, hecha de sentido práctico y de experiencia y que da al pensamiento una forma casi filosófica.