Aún transcurrió más y
más tiempo, largo y triste. Luego Inger oyó otra vez pronunciar su
nombre, y vio por sobre su cabeza lo que le parecieron dos brillantes estrellas.
Eran en realidad dos ojos, dos bondadosos ojos que estaban cerrándose en
la tierra. Hacía tantos años que aquella niñita
había llorado amargamente al oír la historia de la "pobre
Inger", que la niñita había crecido y envejecido hasta
convertirse en una anciana a quien ahora Dios llamaba a su seno. Y en su
última hora, cuando toda la vida pasada del moribundo vuelve de nuevo a
su memoria, la mujer acababa de recordar cómo, siendo todavía muy
pequeña, había derramado amargas lágrimas al escuchar la
historia de Inger. Y la impresión fue tan nítida que la anciana
exclamó en voz alta:
"¡Oh, Señor! ¿No
habré yo alguna vez, como Inger, pisoteado tus benditos dones sin pensarlo? ¿No habré alimentado orgullo en mi corazón? Tú en tu misericordia no me dejaste que cayera. ¡No me abandones en mi última hora!"
Los ojos corporales de la mujer se
cerraron, al tiempo que los de su alma se abrían a las cosas ocultas. Y
como Inger había estado tan vívidamente presente en sus recuerdos últimos, vio ahora cuán hondo se había precipitado la niña. Y ante aquella visión rompió a llorar. Y sus lágrimas y oraciones hallaron eco en aquella vacía envoltura que rodeaba al alma torturada y prisionera de Inger. Y era una experiencia sobrecogedora el recibir todo aquel inesperado amor que procedía de lo alto. ¿Qué razón había para que se le concediera esa gracia? El alma torturada recordó cada una de sus acciones del pasado, y acabó deshaciéndose en llanto, tal como nunca lo había hecho antes Inger.
Sentía una gran aflicción
por sí misma, como sí las puertas de la misericordia no hubieran de abrírsele ya nunca más. Pero al reconocerlo, en humilde contrición, un rayo de luz brilló en aquel abismo de ruina. Y la fuerza de aquel rayo fue inmensamente mayor que la del sol cuando derrite un muñeco de nieve modelado por los niños en el jardín. Y la forma exterior y rígida de Inger se disolvió bajo el calor del rayo, y de ella brotó un pájaro que emprendió vuelo raudamente hacia el mundo de arriba.
El pájaro era extraordinariamente
arisco, temeroso de todo, como si se avergonzara de sí mismo y rehuyera enfrentar la mirada de ser viviente alguno. Buscó refugio en la grieta de un muro, donde se arrinconó, tembloroso. No podía cantar, pues carecía de voz. Estuvo allí largo tiempo antes de que pudiera apreciar plenamente las maravillas que lo rodeaban: el aire, tan fresco y suave; la brillante luna; los árboles y arbustos fragantes. Toda la creación hablaba de amor y de belleza.